Es indudable que los últimos meses transcurridos representan el equivalente a la postrimera etapa del enfermo terminal que solo espera por la llamada y compasión de Dios para dejar a un lado el sufrimiento y el dolor y así poder disfrutar de la promesa de un paraíso eterno. Es igualmente sabido que para alcanzar ese estado del premio eterno es absolutamente necesario e insustituible el arrepentimiento y el perdón mediante la contrición sincera y verdadera. Allí radica la diferencia de la agonía nacional y personal.

La patria, se podría decir, no existe. No hay más que una aglomeración de personas que cada día busca echar raíces en cualquier otro país. Jóvenes que arriesgan todo para ir tan lejos de su origen que hoy los encontramos desde el rosario de islas del Caribe hasta las costas australianas; desde la Patagonia hasta Escandinavia; y aún los gerifaltes rojos no ven claro cómo su envenenada doctrina bolivariana ha carcomido la salud de la nación hasta dejarla en un famélico estado moral y corporal que solo permite un estrecho campo para la esperanza.

Qué pudo haber sucedido para que la nación permitiese ese horrendo crimen contra sí misma: es paradójico el increíble empeño en destruir todo lo que pudiese representar los logros de nuestra democracia; demolieron todo, hasta transformar a nuestro otrora valiente pueblo en esclavos sumisos de una barbarie que, por demás, resultó extranjera, y hoy ni sus hijos en uniforme son capaces de enfrentar la abominable invasión.

La corrupción abrumadora y exagerada de los servidores públicos en los últimos veinte años no es suficiente para explicar nuestra catástrofe, hay que hurgar más profundamente y tratar de comprender qué generó la descomposición social de nuestra población. El prolongado abandono del bienestar general al no dedicar el empeño necesario a educación, salud, alimentación, vivienda y seguridad permitió que se fuese deslizando la esperanza hacia la indiferencia total y la entrega a la inmoralidad como forma de solución. Vimos cómo la concusión y el soborno se convertían en el único salvavidas en el mar tormentoso de la incultura. Comenzaba el otro imperio, no el de las leyes y la civilización, era el imperio de Carujo y los hombres de fuerza bruta y crueldad.

Nuestro pueblo también es culpable de su sufrimiento, un pueblo que se engañó a sí mismo, acompañó a la dirigencia en la práctica de la política del avestruz, y dejó pasar una tras otras violaciones de sus leyes, Constitución y valores. Aplausos como focas eran escuchados en las más asquerosas actuaciones de los dictadores, como el despido con pitazos de miles de honrados trabajadores de Pdvsa, acompañándolo con el robo de sus prestaciones y ahorros personales.

Es tarde para llorar sobre la leche derramada, pero aún hay tiempo para unir en forma sincera y cohesionada a una dirigencia opositora que sea capaz de convocar a la resistencia desprendida de todo egoísmo e intolerancia. Convocar para luchar por la supervivencia, convocar al espíritu patriótico, ese que tal vez no impida la muerte de la nación, pero es lo único que permitirá su resurrección.


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