A Sofía Nadine

La conocida expresión de Goethe “tan solo la esperanza aún queda en libertad”, contiene en su composición nuclear, es decir, en su centro nervioso, sustantivo, aquella sentencia con la cual Hegel caracterizó la “conciencia infeliz” de la cultura alemana de su tiempo: “Los alemanes tenemos toda clase de rumores dentro y fuera de la cabeza, pero preferimos meditar con el gorro de dormir puesto”. Que la esperanza “aún quede en libertad”, es, para un pensador como Goethe, la confirmación consciente del supremo desgarramiento de sujeto y objeto, de pensamiento y ser, de individuo y sociedad, en un tiempo signado por la oscuridad de la opresión y por el miedo ante la imposición de las fuerzas del terror y la brutalidad tiránica, en manos de quienes conciben el poder al modo del idiota: como un vehículo propicio para el odio, la retaliación y el provecho personal. Idiota, de hecho, es palabra griega, y hace referencia a quienes se preocupan solo de sí mismos, de sus intereses privados, sin prestar atención por los asuntos sociales o políticos. Todo un insulto, dado que para un griego –o para un romano– la vida pública es la vida propia de los hombres libres.

Hay, pues, algo de impotencia y resignación en la expresión goetheana. Quizá haya un exceso de concentración de las mismas quejas –las cuitas del “alma bella”– que llevaron a Werther a atentar contra su vida. Y es que existen muchos modos de morir. Uno de ellos es la entrega, la rendición, la pérdida de la capacidad –de la virtud, diría Maquiavelo– para seguir luchando y resistiendo por la libertad concreta. Es como si se afirmara que “solo el temor aún queda en libertad”, lo que no es más que una variación del patético adagio popular: “El miedo es libre”. Cual rumores del día, la esperanza y el temor –esos gemelos idénticos– se refugian en el individuo autoexcluido, aislado y asilado en sus cavilaciones, meditando en medio de sus frustraciones, como todo un alemán decimonónico, con su gorro de dormir puesto. “La esperanza es lo último que se pierde”, dirá. Como si, al convencerse de ello, ya no se hallase perdido en sí mismo, porque ya ha perdido la propia voluntad –el arrojo– de decidir por sí mismo. Es el estoicismo de la supuesta “alma libre”, aunque el cuerpo esté plagado de cadenas. La resignación no declarada que espera el milagro, el “favor” que llega de afuera, como un regalo “divino”. La esperanza alienta la espera, el “premio gordo de la lotería” que, tarde o temprano, llegará.

Lector –y convencido seguidor– del buen Spinoza, Goethe sabía que, en el fondo, “la esperanza es la segunda alma del desdichado”, y que, por el contrario, “la libertad es como la vida: solo la merece quien sabe conquistarla todos los días”. Los desdichados no derrotan tiranías. Las tiranías someten a los desdichados. La esperanza es un arma contra la libertad, contra la actividad sensitiva humana, precisamente porque su componente esencial es la pasiva resignación de quien espera que le hagan el trabajo, en medio de ese infinito “por ahora” que nunca llega y que termina quebrando la voluntad y la conciencia, convirtiendo en rutina, en cola nuestra de cada día, en resignación, su temor y su opresión. En una sociedad relativamente cómoda –en comparación con la sacrificada vida que siempre llevaron sus vecinos–, con una población que fue groseramente –mal– acostumbrada a recibir más que a dar y a consumir más que a producir, su certeza sensible aspira –y espera– que “alguien” o “algo” se presente y le resuelva, especialmente ahora que sabe que la crisis es orgánica, que no es ni circunstancial ni pasajera, y que parece, cual Cronos, haberlo devorarlo todo.

Esperar no es lo mismo que persistir, que negarse a renunciar a la paciencia y la constancia. La espera es la temerosa confirmación del fracaso rotundo, el anuncio anticipado de una muerte en vida, la aceptación del quiebre, de la derrota y, con ella, de la renuncia a la capacidad productiva inherente a la voluntad del pensar. Porque lo que hace noble a la humanidad, lo que hace que la humanidad sea algo más que el resto de los seres vivos, es esa actividad inagotable e infinita, esa creación, ese hacer y re-hacer permanente, que recibe el nombre de pensamiento y que es idéntico con la libre voluntad, con la imaginación productiva o, como la llama Vico, “la mente heroica”. La paciencia, en cambio, es una espera superior, una espera sutilmente mediada por el concepto, por el saber. Nadine –Nadia en eslavo– es el nombre francés que recibe la esperanza. Pero Sophia quiere decir sabiduría. Walter Benjamin afirmaba que “solo gracias a los que no tienen esperanza nos es dada la esperanza”. Quienes ya no tienen esperanza, porque han logrado traspasar el velo de la pasiva comodidad y comprendido el desengaño, con-crecen: llegan a conquistar, como resultado de su pathos, de su paciente persistencia, el camino que conduce a la salida de las tinieblas, a la república de la decencia y el mérito, de la paz y la prosperidad, la justicia y la libertad. Sujeto y Objeto, Virtud y Fortuna. Separadas son abstracciones; unidas son creación continua. No es improbable que el polen de las flores contenga la limadura del hierro.

La vida del Espíritu humano nunca se hunde en la quietud. Su principio real y racional es la actividad práctico-crítica o, en una palabra, la praxis. No es, como dice Hegel, “una estatua inmóvil, sino una corriente viva, que fluye como un poderoso río, cuyo caudal va creciendo a medida que se aleja de su punto de origen”. No es la lotería de los animales, ni la rifa, ni el caudillo mesiánico, ni los marines, ni los precios del petróleo, ni la fe o el fanatismo en fantasmagorías y “cortes” de dudosa condición religiosa, lo que pondrá fin a la depauperación y la barbarie. Es momento de desechar ilusiones. La victoria no es una dádiva del destino. Para salir del régimen no basta con elevar la mirada y juntar las manos en señal de ruego. El reino de la libertad se alcanza confrontando abierta y directamente el reino de la necesidad. Y, por cierto, más que la “sanación por oración”, no conviene descartar el diálogo como cabal expresión de la acción del Espíritu. No es con apasionamientos que se superan las tiranías. Como diría Bolívar, “constancia y más constancia, paciencia y más paciencia”. La respuesta no está en el más allá. Está en el más acá. Está aquí y ahora. Solo hay que seguir haciendo, es decir, seguir pensando.    


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