En estos últimos años, especialmente en América Latina, se está volviendo costumbre la lucha entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. El primero orienta sus esfuerzos a poner al segundo a su servicio, a someterlo para convertirlo apenas en un sello de goma que apruebe las medidas que sean objeto de cuestionamiento o controversia. Para lograrlo se acude a la intervención ética o legalmente indebida en la designación de los jueces y en su permanencia. Según la fortaleza de las instituciones de cada país tal esfuerzo tiene mayor o menor posibilidad de resultar exitoso, pero en todos los casos da lugar a escándalos cuya difusión es mayor o menor según la dosis de libertad de expresión que reine en ese territorio. (Caso Venezuela con Maikel Moreno y su combo como máximos administradores de una justicia cuestionable y cuestionada).

Por su parte, no menos veces es el Poder Judicial el que, animado de intenciones que pueden y suelen distar de la consideración del “mejor interés de la justicia”, se ocupa –por iniciativa propia o por avatares de la política– de judicializar causas y cuestiones que poco o nada tienen que ver con la esfera judicial. (Caso Colombia/Uribe).

Lo anterior ha hecho que con cada vez mayor frecuencia el periplo de vida de los líderes más importantes tienda a ajustarse al esquema: 1) candidato, 2) presidente, 3) imputado, 4) condenado, preso o inhabilitado y 5) algunas veces regresado con gloria.

Ese es el camino recorrido por Pérez Jiménez, Carlos Andrés Pérez, Perón, Lula, Alan García, Kuczynski, Pinochet, Collor de Melo, los dictadores argentinos, Correa etc. Lo mismo con Cristina Kirchner, a quien al dejar la Casa Rosada, después de doce años de hegemonía, varios jueces vieron la oportunidad de oro para imputarla por delitos económicos cuya perpetración era harto evidente pero que nadie se atrevía a denunciar cuando la dama era la jefa del Estado e indiscutida líder de una sustancial mayoría popular. Hoy, siendo CFK vicepresidente de Argentina pero dueña del poder político, esos mismos jueces ya vienen encontrando los subterfugios para diluir todo aquel celo en las aguas de una nueva alineación del poder.

Nótese que en todos los casos estamos en presencia de situaciones acaecidas en América Latina, donde el aprecio por la administración normal de justicia es bajo. Contrariamente, en naciones con sólida raigambre institucional, no son infrecuentes los escándalos en la vida personal o pública de los líderes pero no suele ocurrir que finalizado el período para el que han sido electos el aparato judicial apunte sus cañones sobre ellos no con el objeto de que triunfe la justicia sino para destruirlos políticamente. La mayor parte de ellos se va para su casa y vive tranquilo escribiendo sus memorias, jugando con los nietos y algunos hasta aspiran –y a veces concretan– un retorno poco traumático.

Todo lo anterior viene a cuenta con motivo de la insólita decisión de la justicia colombiana que envuelta en razonamientos cuya legalidad pareciera sustentable solamente en lo formal, ha terminado por privar de libertad  al  senador y expresidente Álvaro Uribe Vélez para evitar su fuga mientras se le  enjuicia en una causa cuya verosimilitud es cuestionable, siendo que esa misma justicia apenas meses antes permitió a un criminal internacional de altísima peligrosidad como es Jesús Santrich, incurso en cuanto delito atroz se conciba, ser juzgado en libertad para facilitarle su evasión hacia Venezuela donde se lo recibió y protege en los más altos círculos.

Quien esto escribe, ajeno a toda preferencia en materia de política colombiana, sí es un apasionado militante de la causa de la democracia, la libertad y la decencia para Venezuela que Uribe apoyó con decisión y fuerza cuando hacerlo, frente a un entonces chavismo triunfal, no lucía como políticamente rentable para la fecha. Arropado en ese punto de vista, nos unimos a quienes desde Venezuela deploramos que quien consiguió derrotar militarmente a la subversión terrorista e insertar a Colombia en el camino de la tranquilidad y el progreso, hoy se vea privado de libertad como consecuencia de una maniobra que a todas luces exhibe la condición de retaliación política. Igual posición asumimos hace más de dos décadas cuando otros intereses –no de la izquierda pero igualmente mezquinos– sentenciaron prisión para Carlos Andrés Pérez, con quien se puede estar de acuerdo o no, pero cuya credencial de demócrata a carta cabal  fue siempre indiscutible, desatando con ello  una crisis histórica en la cual aún nos debatimos.

¡Triste espectáculo viene dando nuestra América Latina!


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