Colombia está pronta a decidir quién dirigirá sus destinos en los próximos 4 años. Aunque las dos opciones conllevan dosis de incertidumbre, quizás pocas veces en su historia se ha visto exigida a pronunciarse por caminos tan distintos. Atrás quedó la época donde dos partidos, el Liberal y el Conservador, se turnaban en el poder, diferenciándose apenas por algunos acentos programáticos. Lo novedoso es que, con la sorpresiva derrota de Fico Gutiérrez en la primera vuelta, los colombianos decidieron poner punto final a dos décadas bajo la tutoría de un caudillo, Álvaro Uribe, que sobresalió por encima del resto de clase política por los golpes demoledores que dio contra la guerrilla, y por su habilidad para imponer su agenda, amén del mérito -no poco ensalzable- de haber el único líder que le salió al paso a Hugo Chávez en la región cuando campeaba sin ataduras, cual Rico McPato, con su chequera petrolera.

Lo cierto es que tanto Gustavo Petro como Rodolfo Hernández encarnan, para bien o para mal, caminos nuevos y llenos de riesgos para el país neogranadino. Mientras Petro viene a ser algo así como la representación de ese mundo moderno-tardío que puja por entrar definitivamente en los predios de la globalización y la posmodernidad política, Hernández ya se encuentra instalado de suyo en éstas, con su alergia a las agrupaciones, a los compromisos doctrinarios y a todo lo que huela a política tradicional.

Petro es, en efecto, uno de los últimos notorios exponentes del revolucionario profesional, que hizo en los 90 -como sucedió con tantos hombres de izquierda en América Latina y el mundo durante el siglo XX- su pasantía en la lucha armada con el M-19, para -fracaso de por medio- emprender luego la lucha legal y electoral. Si un mérito tiene, es la constancia organizativa y la paciencia, que lo ha llevado a ascender poco a poco por los recovecos de los cargos públicos en los niveles local, regional y nacional.

De Hernández, en cambio, es poco lo que se puede decir en lo que respecta a su trayectoria pública, reducida exclusivamente a sus volátiles actuaciones como concejal y posteriormente alcalde de Bucaramanga. Su figura responde típicamente a lo que en el imaginario norteamericano se llama self made man, ya que se hizo empresario exitoso viniendo de abajo y por sus propios medios. Pese a que ha sido comparado con Donald Trump, su liderazgo resiste toda clasificación. Se nos hace, por ejemplo, que el hábil y novedoso uso que ha hecho de Tik Tok, lo asemeja -guardando, naturalmente, las distancias- con el pionero en el manejo de las redes sociales en las campañas presidenciales modernas, Barack Obama, quien -a veces se olvida este detalle- también fue un outsider en su momento, pero dentro de las filas demócratas.

Está claro que ambos candidatos forman parte de los nuevos movimientos populistas que pululan por el globo en los últimos años, uno en el campo de una izquierda que se hace difícil todavía adjetivar, y el otro sin espectro ideológico definido, aunque (más por sus potenciales apoyos y por la necesidad de diferenciarse de su rival) concedamos que puede ubicarse dentro del centroderecha. Está por verse hasta qué punto sus liderazgos y sus gestiones se sumarán a las oleadas autoritarias de los últimos años.

Si nos llevamos por sus promesas y por su programa, Petro está muy en la línea de la izquierda democrática latinoamericana de las dos últimas décadas, cuyo principal representante ha sido Lula, pero que ha sido encarnada también por Pepe Mujica, Tabaré Vásquez, los mismos Kirchner, y más recientemente, Boric. Él se ha definido en varias oportunidades como partidario del capitalismo democrático. En su programa, además del propuesta central de pasar de una economía extractiva a una economía productiva, hay medidas que lucen  viables y loables, como la democratización del crédito y la democratización de la tierra y el agua, pero hay otras también que lucen etéreas y muy cercanas a los devaneos utópicos de la izquierda autoritaria y tradicional, como la democratización del espacio urbano y la democratización de los saberes (aquí en Venezuela sabemos bien a lo que condujeron los idearios de Chávez y Maduro en esa dirección: al hipercentralismo de la nueva “geometría del poder” y a la destrucción de las universidades), además de una apuesta por una economía completamente verde y descarbonizada, que luce francamente inviable en el corto plazo.

El otro énfasis notable que se observa en su programa es en los asuntos de género, principalmente en lo que se refiere al papel de las mujeres, proponiendo que ocupen 50% de los cargos públicos en todos los niveles, coincidiendo así con la propuesta de la Constituyente chilena. No obstante, a diferencia de esta, apenas se detiene ligeramente en lo referente a las comunidades LGBTI.

El programa de Hernández, por su parte, carece de consideraciones ideológicas y presupuestos ideales de sociedad: refleja su personalidad pragmática y ambigua, planteando con frecuencias metas muy específicas cuya viabilidad es cuestionable. Hay un énfasis notable en lo que ha sido su tema central de campaña, la lucha anticorrupción, esbozando medidas de carácter marcadamente efectista, como la creación de un Instituto para recuperar el dinero robado por los corruptos (¡pamplinas!). Este rasgo se observa en otras áreas, como la educación universitaria, donde plantea una cobertura de 100%, que no han logrado ni siquiera los países más desarrollados.

Sorprendentemente, en asuntos de género Hernández apuesta mucho más decididamente que Petro, apoyando propuestas como el matrimonio igualitario y el derecho de adopción por las parejas homosexuales. En este sentido no coincide para nada con Trump y demás líderes conservadores con los cuales es comparado, acercándose más bien a la agenda de los demócratas norteamericanos y de una buena parte de los sectores de izquierda del continente y del mundo. Apuesta que ratifica su pragmatismo y que entraña seguramente una estrategia de marketing electoral que procura arrancar algunos votos de esas minorías que en principio están más cerca de Petro.

Bien sabemos, sin embargo, que los programas, las consideraciones ideológicas y las promesas electorales están sometidos, en estos tiempos veleidosos y de modernidades líquidas, a la dinámica de las conveniencias y las negociaciones para asegurar no solo el triunfo sino la viabilidad de la gestión presidencial. Es aquí, en última instancia, donde se puede decidir todo. Y en este terreno ambos candidatos tendrán ante sí el reto de establecer acuerdos sólidos que le aseguren la mayoría parlamentaria.

En este aspecto el escenario de Petro luce un tanto menos incierto, tomando en cuenta que el Pacto Histórico tiene una importante cuota de representantes, y particularmente que el ex alcalde de Bogotá tiene la pericia y la capacidad de maniobra del político profesional en estas lides. En el caso de Hernández, que no destaca precisamente por ser paciente ni tener mano zurda, todo apunta a una relación complicada y tormentosa con el Congreso, pasto, sin duda, para alimentar de inestabilidad los años que vienen, y propiciar, eventualmente, los más intrincados escenarios, incluyendo las tentativas cesaristas.

@fidelcanelon


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