bolivia

Ha tenido Luis Almagro la asertividad y el desparpajo necesario para hablar de algo que muy pocos, tanto dentro como afuera de los linderos del país, se atreven a tocar y mucho menos profundizar: la eventual cohabitación entre el régimen y la oposición. De ambas partes – pero sobre todo, comprensiblemente, de la oposición democrática- ha habido un notorio prurito y recelo de abordar este asunto, por más que constituye un escenario que está latente desde hace varios años, e incluso desde los comienzos mismos de la hegemonía chavista, cuando César Gaviria vino aquí a raíz de la crisis de 2002 y se quedó meses haciendo de equilibrista. En un clima tan polarizado y lleno de intolerancia, la cohabitación tiene connotaciones ominosas desde el momento que implica deponer posturas principistas y transigir en los aspectos más álgidos de nuestra tumultuosa agenda política.

Este abordaje, expresado en un artículo de opinión, significa un desplazamiento significativo en la postura que desde hace años venía manteniendo el secretario general de la OEA con respecto a la crisis venezolana, si recordamos que ha sido un duro e inflexible antagonista de la autocracia chavomadurista, manifestando en varias ocasiones su escepticismo con anteriores intentos de negociación. Este cambio nos revela a un Almagro que, independientemente de su marcado sello principista (esa racionalidad con arreglo a valores de la que hablaba Weber), tiene también su animal político por dentro, y ese animal le indica que las circunstancias han cambiado tanto en Venezuela como el plano regional e internacional. Por una parte, Maduro desde 2016, ante la colosal crisis humanitaria y la hambruna que inundaba y todavía impregna al país, ha ido migrando progresivamente hacia un sistema de desregulaciones y de apertura económica.

Y en el plano regional e internacional, la administración de Biden ha puesto más énfasis en los mecanismos diplomáticos, mientras que América Latina está viviendo una ola de regímenes izquierdistas, que si bien han guardado y seguirán guardando una postura reservada con respecto a Maduro, sin embargo le han abierto algunas puertas y presionarán por una salida negociada. En este clima -que se consolidaría con la probable victoria de Lula- era muy difícil que la línea dura que tenía Almagro, tendente más bien a aislar al régimen y hacerlo rendir sin más, pudiera sostenerse y tener suficiente aquiescencia.

No está de más recordar, a todas estas, el origen y el significado del término cohabitación: alude a la relación propia de pareja, y por eso surge a partir de lo estipulado sobre la institución matrimonial en la mayoría de los códigos civiles del mundo de inspiración francesa. Y -no en balde- su utilización en el orden político nace en Francia en los 70 y 80. Como bien acota Rodrigo Borja en su Enciclopedia de la Política, su uso en el vocabulario político y constitucional se dio en el período de 1986-1988, cuando compartieron el gobierno Francois Mitterrand, como presidente, y Jacques Chirac, como primer ministro, el primero socialista y el segundo neogaullista. Como se puede ver claramente, el término aplicó inicialmente a regímenes semipresidencialistas como el francés; pero su uso se extendió posteriormente a algunos regímenes parlamentarios, donde es frecuente que el jefe del estado electo sea de un partido distinto al jefe de gobierno, que es quien logra alcanzar una mayoría parlamentaria.

Lo cierto, como se puede ver con su adopción por Almagro, es que el término puede extenderse incluso a los regímenes presidencialistas, y esto tiene que ver, en buena medida, con el declive de los grandes partidos y sus líderes tradicionales en los últimos años (tanto en América Latina como en otras regiones del mundo), los cuales -generalmente- no solo ganaban la presidencia sino también obtenían contundentes o claras mayorías parlamentarias. El signo que estamos viendo en los últimos tiempos (con excepciones como la de Bukele en El Salvador) es de líderes carismáticos aluvionales que llegan al poder sin organizaciones consolidadas que le garanticen mayoría legislativa. Esto se está traduciendo cada vez más -como en los casos de Bolsonaro, Boric, y ahora Petro, entre otros- en una cohabitación de facto, donde los presidentes tienen que hacer concesiones y llegar acuerdos con sus adversarios para poder lograr la aprobación de sus políticas.

Aunque el caso venezolano es muy diferente al de los mencionados regímenes, pues carece de legitimidad formal, debido a las convocatorias ilícitas e inconstitucionales a través de la cual se eligieron Maduro y la actual Asamblea Nacional chavista (con una aplastante mayoría oficialista), podríamos decir que debido a la debilidad intrínseca que implica esta situación de falta de reconocimiento internacional, el régimen ha venido procurando una especie de cohabitación de facto o cohabitación forjada, comprando los favores de sectores opositores, bautizados como alacranes en la jerga popular.

Esta “cohabitación” de facto es totalmente espuria, y no responde a los dictados del concepto en el vocabulario político-constitucional contemporáneo, es decir, a un respeto de las actuaciones y las opiniones de los distintos órganos y funcionarios públicos, en un contexto de tolerancia y mutuo respeto a las distintas parcialidades, y donde prevalezca el Estado de Derecho. En todo caso, lo que ha hecho el régimen al comprar a una falsa oposición se asemeja mucho al modelo implementado por otros autoritarismos contemporáneos de nuevo cuño, como el de Ortega en Nicaragua y Putin en Rusia.

Advertido de esto, se comprende que Almagro plantee una verdadera cohabitación, es decir, una donde se comparta el poder pero con contrapesos y garantías efectivos para las dos partes. Ahora bien, a la luz de la experiencia y de lo que ha pasado con el proceso de diálogo iniciado a fines del año pasado en México, esto luce, francamente, cuesta arriba. Nadie puede asegurar que Maduro pretende realmente continuar con el diálogo, y hay razones para pensar que todo esto es para él un simple juego para distraer y ganar tiempo, y que su verdadero objetivo es negociar cara a cara con Biden o quien esté encargado de la administración norteamericana, ofreciendo -con un esquema pisapasito- jugosos negocios a cambio del fin de las sanciones y un tibio reconocimiento que recomponga su quebrada legitimidad. La realidad apunta a que esto no será posible, ya que Biden tiene, a su vez, su propio juego y sus propios objetivos.

De cualquier forma, solo la recuperación del músculo político y social de la oposición, y una acertada estrategia unitaria para las elecciones de 2024, podrían garantizar que esa eventual cohabitación cobre forma y sentido en el corto y mediano plazo, sobre todo si damos por sentado que el chavismo, queramos o no, seguirá siendo un factor de poder o un actor importante aun en el escenario de que fuese derrotado en las próximas elecciones.

@fidelcanelon


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