Nosotros mismos somos nuestro peor enemigo. Nada puede destruir a la Humanidad, excepto la Humanidad misma”. Pierre Teilhard de Chardin

Vivimos el fin de una época y el comienzo de otra,  penetrada de incertidumbre dado lo acelerado de los cambios tecnológicos, incluyendo la asombrosa inteligencia artificial. El nacionalismo, una ideología nefasta,  y su acompañante la razón de Estado, no solo se niegan  a morir ante la nueva realidad planetaria, sino que se empeñan en destruir la nueva civilización en ciernes. El cambio climático ya comienza a mostrar sus deletéreos efectos, y nuestra biosfera peligra y se destruye al tic tac inclemente del tiempo que pasa y para nada nos redime. En suma, vivimos una época oscura necesitada de revivir a  la luz de la esperanza.

El Humanismo debe rehacerse, fortalecer valores y adaptarlos a la nueva realidad. Ese Humanismo debe ser planetario, y comienza por formar ciudadanos del mundo, ciudadanos para la nueva era planetaria. La Declaración Universal  de los Derechos Humanos anuncia la nueva época, un camino que apenas comienza y debemos andar. El alfa y el omega del camino es la eminente dignidad de la persona humana  dentro del hermoso programa que se abre con el primer artículo de la Declaración: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con  los otros”. La formación en valores debe ser el centro ineludible de la nueva educación: la solidaridad, la justicia social, la libertad responsable, la igualdad de oportunidades, la superación del reino de la necesidad, el consenso democrático, el amor a la naturaleza y el respeto a la vida del planeta, son algunos de los ejes  en los cuales insistir, todos dentro de una visión planetaria, en tanto ciudadanos del mundo que nos impele a superar la estrechez de las fronteras nacionales.

Un gobierno federativo, guiado por los principios de solidaridad y subsidiariedad, es la meta de la nueva era. Una autoridad mundial, tal como ha sido avizorada por la Doctrina Social de la Iglesia desde los tiempos de la profética encíclica “Pacem in Terris”, es la meta, donde todos los habitantes del planeta nos podamos reconciliar con nuestro destino común. Hay que insuflar la nueva era de una ética del bien, que confronte la ética destructiva que predomina hoy, la absurda lucha de las potencias por el poder mundial. El nuevo principio guía es lo que Max Weber llamó la ética de la responsabilidad, y que Hans Jonas denominó como “el principio de la responsabilidad”. Lo que quiero destacar lo recoge el clarividente teólogo suizo Hans Küng  con estas iluminadoras palabras: “Actuar desde una responsabilidad global en favor de la biosfera, litosfera, hidrosfera y atmósfera de nuestro planeta. Y, si tenemos en cuenta la crisis energética, la depauperación de la naturaleza y el crecimiento demográfico, esto implica automoderación del hombre y de sus libertades actuales en aras de su supervivencia futura”.

No es fácil el camino, pero como dice el poeta, se hace camino al andar. Son muchos los obstáculos: desde la codicia humana y el egoísmo del ser humano, el afán de poder,  hasta el absurdo nacionalismo militante y agresivo de nuestra época, la voracidad sin límites de los  sistemas económicos prevalecientes, la estéril dicotomía Oriente-Occidente, el racismo, el desprecio a la dignidad de la persona humana, las políticas malthusianas de los países ricos y su explotación de los países pobres, constituyen feas máculas a superar en el largo combate que nos espera en pro de una Humanidad guiada por un  Humanismo de signo planetario. No es una utopía, más bien es una utopía concreta, pues como nos lo recuerda  el mensaje visionario  de Teilhard de Chardin, la alternativa es  tenebrosa: la autodestrucción de la Humanidad.


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