Amanecía bien frío en Caracas, el cielo se ponía azulito, el sol encandilaba a El Ávila que estaba más verde que nunca, ¡había llegado la Navidad! Y si alguien lo ponía en duda, una cruz se encendía en la montaña.

Intentando escribir sin borrones, redactábamos la cartica al Niño Jesús quien traía los regalos. Un disparate, pues el regalado era él según las figuritas del Nacimiento. Ahí estaban los Reyes Magos con su oro, incienso y mirra, y los pastorcitos con sus bollitos de pan.

Una vez finalizada la cartica (con dibujos si era posible), había que hacer tarjetas originales para enviarlas a la familia en lugares remotos, que ignorábamos dónde quedaban. ¡Y qué alegría cuando mi papá traía la correspondencia de mis tías y de mis primas, que no eran venezolanas, pero como si lo fueran! ¡Y aquellas estampillas fantásticas para la colección! ¡Y el entusiasmo de tener estampillas repetidas para poderlas intercambiar en el colegio en enero!

El Nacimiento se ponía en un rincón de la sala con el Niño Jesús tapado, porque aún no había nacido. El riíto era de escarcha azul y el lago era un espejito; la ristra de lucecitas siempre tocaba desenredarlas; a la mula le faltaba una oreja y parecía un unicornio; había una familia de pingüinos para que la gente preguntara; y siguiendo una tradición puertorriqueña, al negro Baltasar había que ponerlo entre los dos reyes blancos, así no se apagaba la Estrella de Belén.

Ni idea de quién era San Nicolás y ni falta hacía.

Mi mamá en la cocina todo el día preparando su famosa torta negra, que ella llamaba “Fruit Cake”, porque maceraba un sinfín de orejones desde agosto como si estuviera en Nueva York. Cascaba nueces y avellanas al tiempo que cantaba sin respirar: “Niñolindoantetimerrindo, niñolindoantetimerrindo, niñolindoantetimerrindo”… hasta que yo le gritaba desesperada: “¡¡¡Eres tú mi Diooos!!!”.

Cuando ponían el mantel de plástico horroroso era el día de hacer hallacas con guiso dulzón y almendras y ciruelas pasas y mil cosas más, porque eran hallacas muy caraqueñas. Tiempos en que las mejores eran las de la mamá de uno y a nadie –nadie-, se le ocurría comer hallacas ajenas y mucho menos compradas en el supermercado. La línea de ensamblaje era algo fríamente planificado: al que no le gustaran las pasitas, ése ponía pasitas; el que odiaba las aceitunas, colocaba las aceitunas, y así. Y el que las amarraba decía que el secreto de una buena hallaca está en el amarre. Los bollitos bien aliñados se dejaban para el desayuno con café aguarapao.

Y aparecía la vecina con un platico de bienmesabe, y uno le regalaba dulce de lechosa recién hecho. También traían majarete y uno retribuía con cabello de ángel. Por las noches tocaba a la puerta gente cantando aguinaldos y se les daba Poche Crema de Eliodoro González P. Con el tiempo se pusieron de moda las gaitas sin que supiéramos muy bien cómo era Maracaibo. ¡Más de uno se compró un cuatro para cantar “Negrito Fullero”! ¿Y qué era fullero?! Tampoco sabíamos, éramos caraqueños. ¿Y qué fue de la vida de los “Tucusito, tucusito, llévame a cortar las flores”? ¡Ay, las parrandas y los parrandones!

Algunos ponían pinos. El de mi casa era plateado, tenía una base giratoria con luces multicolores y aquello era la psicodelia pura en plena década de psicodelia universal.

¿Qué decir de la cena de Navidad con toda la familia? ¡Una cosa pantragruélica! Pernil cocinado en jugo de naranja, ensalada de gallina, pan de jamón y la impepinable hallaca. Yo no comía nada de eso, lo mío era y sigue siendo el Panetón, los turrones, los higos, los mazapanes, los chocolates y los dátiles (los cuales agarraba con cierta desconfianza y no me los llevaba a la boca hasta haber confirmado que no tenían ni paticas ni antenas). La fiebre del Pandoro llegó después para regocijo durante el desayuno. Comida de la clase media, cuando la clase media podía…

Los creyentes iban a Misa de Gallo. En mi casa, con una madre “atea a Dios gracias”, como Buñuel, y un padre Masón grado 33, nunca nos acercamos a una iglesia. Herejía. Bueno, perdón.

¡Y los niñitos nos íbamos a la cama bien temprano! ¡Habría que madrugar para abrir los regalos que estarían bajo el árbol! Eran presentes con contención como una (1) Barbie de por vida y si uno ya tenía una, entonces un vestidito para la muñeca. En mi caso, si el Niño Jesús ayudaba a mis padres a comprarme los regalos (así me dijeron), y mi papá y mi mamá podían ese año, ¡entonces el carro de la Barbie brillaba bajo el pino! Y no quiero contar el día en que me regalaron una bicicleta con rueditas. El propio estado de shock. Lo que sí tenía mi Niño Jesús es que era un gran lector y me traía un montón de cuentos. Niñita afortunada.

¡Y faltaba lo mejor! ¡Los patines Winchester y el pabilo alrededor del cuello con la llave para apretar muy bien los dos ganchitos que los patines tenían adelante! Patinatas nocturnas por el medio de la calle para agarrarnos de los pocos carros que pasaban a esa hora. Todos allí sin supervisión paternal. Los únicos que no iban eran los que tenían gripe, porque no se podían serenar. Subíamos la cuesta y nos lanzábamos como “Cool Mc Cool” al grito de “¡Yo amo el peliiigrooo!”. Y la emoción de hacer trencitos y las matadas que nos dábamos (¡benditos sean los bluejeans!); y aquella pirueta arriesgada que se llamaba “el látigo” y el último en la fila siempre salía disparado y se destaponaba contra una pared. Pero a nadie le pasaba nada malo. Eso es ahora. Con tanto trencito y tanto látigo, y el juego del “amigo secreto”, vinieron los primeros noviecitos a los quince años. Y siempre había un intenso que traía un picó portátil con pilas, y oíamos “Samba pa’ti” y sentíamos que ya estábamos grandes. Pero de repente alguien sacaba un saltaperico y unas lucecitas de bengala y unos fuegos artificiales y volvíamos a tener 7 años.

Llegaba el 31 y, tras un chupito de champán, todos esperábamos el cañonazo con la radio prendida y aquella canción que decía “Cinco pa’ las doce ya el Año Viejo se va, voy corriendo a mi casa a abrazar a mi mamá”. Y siempre había uno que se ponía melancólico a recitar “Maaadreee, esta noche se nos muere un aaañooo” y nadie le hacía mucho caso, porque ya estaban sonando las doce campanadas. Y entre besos, abrazos y uvas, la radio se reventaba con “¡¡¡Año Nuevo, Vida Nueva, Más Alegres los Días Serán, Año Nuevo, Vida Nueva con Salud y Prosperidad!!!”.

¡Y mejores cosas por venir!

 


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