China aparece recurrentemente en la lista de países cuyos gobiernos, por sus relaciones con el régimen de Maduro, complican la solución de la cada vez más aguda crisis venezolana. Suele aparecer en la misma enumeración con Cuba, Rusia, Irán, a veces Turquía y hasta hace poco tiempo la India. Lista en la que han descendido de lugar socios regionales -como Bolivia y Nicaragua- si bien siguen a la vista los caribeños cuyos votos se mueven por muy pragmáticos intereses propios. Pero volvamos a China, país que por diversas razones está muy presente en las noticias internacionales y en interesantes análisis que intentan dar con el mejor modo de comprender su papel en las vueltas que está dando el mundo.

El primero y más resumido consejo es que dejemos de mirar China en el  mundo como parte de una nueva guerra fría, como potencia enfrentada con poder económico, militar e ideológico a Estados Unidos o, al incorporar la dimensión política, como foco de la confrontación entre autoritarismos y democracias y actor que solo juega fuera de la institucionalidad internacional. Se imponen, para comenzar, algunas aclaratorias.

Esa revisión no niega la cada vez más explícita proyección internacional de poder económico y militar de China, tan presente en su desafiante expansión marítima y su desacato de la sentencia de la Corte Permanente de Arbitraje en la disputa con Filipinas; en los avances de la iniciativa de La Franja y la Ruta (BRI, por su acrónimo en inglés, también conocido como nueva ruta de la seda) del que ya son parte más de centenar y medio de países y organizaciones, o en su promoción y participación en nuevas instituciones financieras internacionales, todo ello sobre la base de un régimen económico de temible capacidad de adaptación, innovación y competencia.

Temible, ciertamente, pues políticamente es imposible ignorar que la proyección económica de China va acompañada por un recrudecido control político interior que se manifiesta de modos tan extremos como el de los “campos de reeducación” de musulmanes en  Xinjiang o la red  de vigilancia masiva con recursos de inteligencia artificial, vinculada a un sistema de “crédito social”, tan visible en los medios empleados para sofocar la memoria de Tiananmén y en las protestas de quienes se resisten a perder el ejercicio de sus derechos ciudadanos en Hong Kong.

Tampoco es posible dejar de lado el acercamiento de China y Rusia, descrito a comienzos de julio por Vladimir Putin y Xi Jinping como algo “sin precedentes”; mucho menos los avances en el desarrollo del poder militar de China y su reciente amenaza de contramedidas si Estados Unidos, tras su retiro del tratado de Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF) con Rusia, materializa el plan de despliegue de misiles de alcance medio en Asia.

China es una potencia mundial cuyo impresionante despliegue económico y cada vez más visible proyección geopolítica la convierte en actor fundamental, cierto que profundamente autoritario a la vez que alentador de cambios en el orden internacional y decisivamente influyente en ciertas áreas. Pero, con todo, hay matices importantes que se deben considerar para entender la naturaleza del desafío chino y responderlo lo más inteligente y constructivamente posible.

Para comenzar, a diferencia de lo que fue la Unión Soviética, el tamaño y proyección exterior de la economía china la han acercado como segunda potencia mundial a la de Estados Unidos (con un producto interno bruto equivalente a 70% del de Estados Unidos, muy lejano al que la URSS y la Rusia de hoy nunca soñaron). No es por tanto extraño que la proyección exterior de China haya tenido un preeminente perfil económico que en años recientes, con la llegada de Xi Jinping al poder en 2013, asumió posiciones políticas más visibles, siempre con un fuerte componente económico y en el marco de un muy refinado ejercicio de la diplomacia. También, a diferencia de los tiempos de la Guerra Fría, la defensa china del principio de no intervención que cierra puertas al escrutinio sobre sus prácticas autoritarias y violaciones de derechos humanos de dimensiones continentales, se manifiesta en que su acción exterior no sea como lo fue la soviética, activa en la promoción e implantación de su modelo político en otras latitudes. En cambio, prevalece una combinación de criterios utilitarios en lo económico y pragmáticos en lo político, sin consideraciones ideológicas; todo ello sin negar -desde luego- los riesgos del atractivo del “modelo” para el refrescamiento de los autoritarismos y para lo que pudieran facilitar los vínculos con gobiernos autoritarios en operaciones sin las debidas precauciones, controles y evaluaciones.

Otro aspecto relevante es el apoyo, ciertamente selectivo, del gobierno chino a instancias multilaterales: es el tercer contribuyente a las Naciones Unidas (detrás de Estados Unidos y Japón) y el más grande, entre los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, para el presupuesto de las misiones de mantenimiento de la paz. Ha mejorado su participación en mecanismos de arbitraje de disputas sobre inversiones y comercio, así como en sus compromisos en materia de cambio climático, no proliferación nuclear y control de pandemias. Pero también ha impulsado nuevos acuerdos e instituciones, paralelos a la institucionalidad financiera, comercial y estratégica internacional, como el Banco Asiático de Inversiones en Infraestructura y el Nuevo Banco de Desarrollo (creado por el grupo BRICS  que comparte con Brasil, Rusia, India y Suráfrica), el ya mencionado proyecto BRI, y  la Organización de Cooperación de Shanghai (con Rusia, Kazajistán, Kirguistán y Tayikistán).

El tejido presente de vínculos de China con países de Latinoamérica y el Caribe puede ilustrar este vistazo esquemático al lugar de China en el mapa, en aspectos de interés para los venezolanos. En lo más llamativo y general, dieciséis  países se han sumado a acuerdos que forman parte de  la iniciativa de La Franja y la Ruta (acuerdos BRI), en tanto que en materia de comercio e inversiones la presencia china es cada vez más notable. Como segundo mayor socio comercial de la región, dos tercios de su comercio se concentran en Brasil y Chile, seguidos por Perú, Argentina, México y Venezuela. En cuanto a flujo de capitales, los préstamos chinos llegaron a superar los del Banco Mundial, el BID y la CAF y el grueso de sus fondos se dirigieron a Venezuela, Brasil, Argentina y Ecuador. En años recientes ha habido cambios en la orientación de las inversiones directas que, aparte del sector extractivo, se han colocado en manufacturas y, especialmente, servicios (transporte, finanzas, generación y transmisión de electricidad, tecnología de información y comunicaciones, servicios de energía alternativa ), en países como Brasil, Perú, Argentina, México, Chile y Uruguay. En el desarrollo de todos estos acuerdos y negocios se fue haciendo necesario -vista la experiencia venezolana, conviene destacarlo- un mayor cuidado en la negociación de términos, seguimiento de los acuerdos y evaluación de su cumplimiento.

En suma, este abigarrado y ciertamente limitado conjunto de rasgos debería alentar un mejor conocimiento y atención a China como un actor internacional tan complejo como ineludible, con el que hay oportunidad y necesidad de desarrollar vínculos transparentes.

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