A Sebastián Piñera

Inmersa en su hegemonía totalitaria, sin hiatos, cerrada sobre sí misma, absolutamente unidimensional y tiránica, la dirigencia cubana no conoce ni practica desde su entronización el primero de enero de 1959, otro principio que el reconocido por el pensador alemán y principal jurista de Hitler y el nacionalsocialismo, Carl Schmidt, según el cual “lo político puede ser comprendido como la relación amigo-enemigo”. Una enemistad supraindividual que trasciende todas las determinaciones intersubjetivas para ser la raíz y esencia de lo social, “la guerra de todos contra todos”, según la implacable definición de lo social dada por Thomas Hobbes en su Leviatán.

Para los cubanos, como para todos los regímenes fundados según los principios marxistas –Rusia, China, Corea del Norte, y en América Latina Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia– y para todos los partidos y organizaciones marxistas, la política es la continuación de la guerra por otros medios. Su enemistad con los sistemas liberal-democráticos, al interior del cual viven, de cuya tolerancia gozan y dentro de los cuales desarrollan y practican su enemistad sin otra perspectiva y sin otro propósito que acechar a la espera de las condiciones propicias para desencadenar la guerra y asaltar el poder, constituye el principal problema político del establecimiento con un grave y determinante punto estratégico a su favor: el sistema al que se oponen ni siquiera lo sospecha. A pesar de sus relativamente recientes y sangrientas experiencias. Y en sus propias dictaduras todo disentimiento es pagado con la persecución, la cárcel e incluso la muerte. Es un cáncer indetectable, de colores nacionales, y al que nadie se puede enfrentar sin caer en la grave contradicción de cuestionar la plena y absoluta libertad garantizada y protegida constitucionalmente. Hasta el momento en que la enemistad hace crisis y pone en cuestión la esencia del sistema mismo. Es recién entonces que la práctica lo demuestra: el comunismo es intrínseca, esencial, medularmente antidemocrático. Es el mortal enemigo que las democracias llevan dentro. El asesino potencial de Occidente, acechado además por el islamismo. El que tampoco puede ser combatido sin vulnerar el otro principio nodal de las constituciones liberales: la libertad de opinión, de reunión y de culto. Mantenemos, respetamos y favorecemos a nuestros potenciales asesinos. A quienes, en el colmo de nuestro desquiciamiento, protegemos rechazando frontalmente la asistencia militar a aquellos países en estado de disolución, precisamente por la previa disolución y traición de sus propias fuerzas armadas. Como es el trágico caso venezolano.

El senador republicano Marco Rubio acaba de explicar las razones de la intervención de las fuerzas armadas norteamericanas en el cercano Oriente y su aparente rechazo a hacerlo en casos tanto o más graves como el de Cuba, Nicaragua y Venezuela. La respuesta es asombrosa y sorprendente: interviene en los países árabes ante la expresa, pública y notoria solicitud de Arabia Saudita, que se lo ha demandando. Dándole con ello la expresa legitimación para dicha intervención. Sesenta años después del asalto armado al poder de Cuba y veinte del asalto al poder de Chávez y Maduro, con consecuencias más espantosas para los venezolanos, que sufren la crisis humanitaria más grave de su historia, y para todo el subcontinente, que experimenta la mayor crisis migratoria de la suya, aún nadie, ni siquiera la oposición venezolana, ha roto el criminal y autoamputador tabú de la no intervención extranjera en los asuntos internos de nuestras naciones. Y en un caso emblemático de tolerancia, alcahuetería y encubrimiento de las verdaderas razones políticas de orden global de la crisis, el periódico de la progresía europea, El País de España, no hace la más mínima mención a uno de los principales factores causantes de la explosión de barbarie , saqueo y destrucción desatado en Chile: la decisión de Cuba, el gobierno de Maduro y los miembros del Foro de São Paulo de desatar los demonios con el fin de proteger al hombre de los Castro en Caracas, Nicolás Maduro. La culpa se la ha echado en exclusividad al presidente Piñera, quien no hace más que expresar el profundo descontento de las mayorías nacionales ante el horror desatado por la izquierda radical, ausente y desconocido desde tiempos del allendismo. Destaca en cambio las palabras del socialista Ricardo Lagos Weber, hijo del ex presidente Ricardo Lagos, y él mismo precandidato presidencial. Por lo visto, la progresía ya toma partido, una vez más, por la tiranía cubana.

Hemos preferido la tiranía, el trágico empobrecimiento de millones de venezolanos, la estampida migratoria de 5 millones de connacionales, el hambre, la miseria y la muerte de toda una República y los efectos devastadores del intervencionismo castrocomunista en la región, favorecido por dicho principio, al cual ellos no le guardan el menor respeto, que ya dio muestras de su potencial homicida y arrasador en el país más pacífico, estable, desarrollado y próspero de la región como Chile, antes que respaldar al oprimido pueblo venezolano, cuyas fuerzas armadas de ser el principal guardián de las libertades constitucionales se han convertido en su principal verdugo, que solicitar la intervención humanitaria de Estados Unidos y sus fuerzas armadas para liberar a Venezuela de su tragedia y al continente de la grave amenaza a sus libertades públicas y su convivencia pacífica, ya trágicamente alteradas en Chile.

¿Qué esperan los gobiernos de Colombia, de Brasil, de Argentina y sobre todo de Chile para solicitar, en respuesta al justo y oportuno reclamo del diputado republicano Marco Rubio, la intervención de Estados Unidos o la propia suya en Venezuela? ¿A que el cáncer haga metástasis y sean ellos las próximas víctimas de la devastación castrocomunista? Ya lo dijo un gran filósofo italiano, Antonio Labriola, y lo reafirmó Albert Einstein: “Solo tú, estupidez, eres eterna”.

@sangarccs


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