El lunes 11 de septiembre se cumplieron cincuenta años del golpe de Estado que el general César Augusto Pinochet condujo contra el presidente Salvador Allende, quien llegó al poder vía elecciones libres realizadas en 1970. Gobernaba Chile al frente de un movimiento de izquierda llamado la Unidad Popular que, en teoría ­—y fíjense bien que digo “en teoría”—, se proponía construir un modelo socialista por vía democrática. No un totalitarismo comunista más.

Esa idea de socialismo no totalitario era la esperanza que suscitaba entre las izquierdas democráticas y la desconfianza que producía entre los partidos comunistas y los movimientos radicales procubanos y prosoviéticos.

El golpe fue cruento. Implacable. Pinochet entró a sangre y fuego. Lo más parecido a una guerra o una invasión televisada. Usó aviones que hoy nos parecerían de museo militar que bombardearon el Palacio de La Moneda, donde resistía el presidente Salvador Allende y los militares fieles a su proyecto.

Soldados, de casco y metralla, allanaron viviendas, ministerios e institutos educativos. Quemaron libros. Persiguieron activistas de la Unidad Popular, trasladaron en autobuses a centenares de presos que luego, con los brazos sujetados por esposas, sin prisa ni pudor, como en los cuadros de Goya, fueron fusilados en el Estadio Nacional de Santiago convertido en campo de concentración y torturas.

Todos los elementos necesarios para instalar en la memoria colectiva la brutalidad de los golpes de Estado de los milicos latinoamericanos, que para entonces —en plena Guerra Fría— eran apoyados por gobiernos y empresas privadas de EE.UU. con el objetivo común de contener el avance del comunismo en nuestra región en el que intervenían el régimen cubano y la mano negra de la URSS.

Para los jóvenes universitarios venezolanos de la época, formados en democracia, los golpes de Estado nos generaban rechazo profundo. Aún estaba viva la memoria de la dictadura de Pérez Jiménez y los desmanes de la famosa policía política conocida como la Seguridad Nacional que puso fin a la breve experiencia democrática del gobierno de Rómulo Gallegos en 1948.

Pinochet, por tanto, se convirtió en figura odiada, el símbolo mayor de lo que entonces se conocía como “gorilas”. Generales golpistas atrasados. Su aspecto era tenebroso. Lentes oscuros. Una capa militar prusiana. Un rostro severo, como de jefe nazi. Y unas poses para fotografías de estudio que lo hacían ver como un emperador tercermundista. Era, permítanme decirlo, desde un punto de vista de casting cinematográfico, la estampa perfecta para hacer el papel de dictador premoderno.

Las cifras de los horrores de Chile están bien contabilizadas. Durante la dictadura se cometieron graves y diversas violaciones a los derechos humanos. Se persiguió a izquierdistas, socialistas y críticos políticos, lo que provocó el asesinato de unas 3 mil personas, la detención y tortura de unas 80 mil, el exilio de los por lo menos 30 mil.

Fue parte de una saga de golpes de Estado y dictaduras —Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, Bolivia, Paraguay —, que cambiaron para siempre el panorama político de América Latina. Y aunque la imagen más cruel la tiene Pinochet, las cifras de la dictadura argentina, entre 1976 y 1983, son descomunales. Se contabilizan 30 mil desapariciones forzadas.

Y no menos sufrimiento causaron las dictaduras uruguayas. Según los datos recogidos por el Museo de la Memoria, Uruguay llegó a ser el país del mundo con más presos políticos per cápita, ya que se estima que cerca del 20% de la población —claro, una población pequeña— fue detenida en esos doce años. Y según organismos internacionales, la represión obligó al 10% del país a partir al exilio.

Además del sufrimiento colectivo y el retraso que significan estas dictaduras militares en términos de privación de los derechos humanos, las dictaduras suramericanas de los años 1970 y 1980, junto a la llamada operación Condor, dejaron profundas heridas aún no cerradas dentro de las sociedades donde ocurrieron.

La última vez que visité Chile, aunque ya habían transcurrido unos veinte años del fin de la dictadura, me impresionaba la pasión de los debates entre quienes condenaban —con odio profundo— y quienes defendían —con gratitud extrema— la necesidad y la utilidad del golpe del 73 y la dictadura de 17 años. Como si todo hubiese ocurrido el mes anterior.

Me impresionaba también las tiendas donde vendían “pinocheticos”, una especie de soldaditos de plomo, con el legendario uniforme y el rostro del tirano. Y mucha gente los compraba. El debate tenía más o menos siempre los mismos ribetes del 88, cuando ocurrió el plebiscito. Los defensores de la dictadura sostenían que Pinochet sacó a Chile del caos, la carestía, la anarquía, la inflación, la escasez de alimentos a donde lo había llevado la Unidad Popular y las presiones y apoyos de Cuba y la URSS. Y los defensores de la UP, pues cuestionaban la brutalidad, los asesinatos, los torturados y los desaparecidos muchos de los cuales aún o se han encontrado.

Ahora que se conmemoran cincuenta años del golpe la polarización aún sigue viva. El debate también y los argumentos son los mismos. Hay un sector numéricamente importante que sigue justificado y reivindicando el golpe de 1973. No hay que olvidar que, en el plebiscito de 1988, el 44% de los chilenos votó por el Sí a Pinochet. Exactamente el mismo 44% que votó luego por José Antonio Kast, defensor del golpe, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del 2021.

Así que Chile llega de nuevo dividida a una conmemoración más del golpe contra Allende y el inicio de la dictadura de Pinochet. El presidente Boric está llamando a firmar una declaración conjunta de todos los partidos bajo el título Acuerdo de Santiago, en un acto que se realizó en el Palacio de La Moneda. Sin embargo, como informan los medios locales, la derecha, reunida en la Unión Demócrata Independiente (UDI), Renovación Nacional (RN) y Evópoli, prepara su propio acuerdo y declaración.

Sostienen los analistas que no se trata por diferencias sustanciales en el documento, sino de no incorporarse al acto de La Moneda por temor a que el evento se convierta en acto ideológico más que institucional. También, tal vez con mayor peso, porque buena parte de la derecha sostiene que quien primero quebró el hilo constitucional y polarizó a la sociedad, como concluyó el Parlamento y el Tribunal Supremo de entonces, fue Salvador Allende. Y que la intromisión de Cuba, y directamente de Fidel, quien se instaló durante casi un mes en Chile, terminó de quebrar las reglas de juego democrático.

Un rechazo adicional lo genera el hecho de que los presidentes extranjeros invitados a firmar en este acto son Alberto Fernández, Manuel López Obrador, Luis Arce y Gustavo Petro, todos de izquierda.

Hay heridas que tardan y tardarán en sanar. Como las que dejó la guerra civil española. O la que ha dejado las luchas guerrilleras y paramilitares en Colombia. Porque lo que nos va quedando claro es que todo movimiento radical que recurre a, o suscita, el recurso de la violencia deja sembrada una polarización que impide por años, quizás por décadas, incluso por siglos, la reconciliación y la convivencia pacífica.

Así, seguramente, lo viviremos los venezolanos cuando recuperemos la democracia y los autores de la asonada militar de febrero de 1992 quieran celebrarlo como un día heroico y nosotros, los demócratas, como un día de duelo y vergüenza nacional. Dos visiones, hasta nuevo aviso, irreconciliables. Ya veremos.

Artículo publicado en el diario Frontera Viva


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