Foto EFE

A finales de mayo han tenido lugar, en nuestra América, dos acontecimientos internacionales sorprendentes: por una parte, la nueva visita de Josep Borrell a Cuba, ahora en calidad de alto representante de la Unión Europea, y por otra, la patética Cumbre de Brasilia convocada por el presidente Lula da Silva, a la que acudieron, nada más y nada menos que otros diez presidentes latinoamericanos.

La visita de Borrell a Cuba se presentó en el marco del «Acuerdo de diálogo político» suscrito en junio de 2016. En dicho acuerdo, se rectificaba la llamada «posición común» de «lejanía» con el régimen cubano y, en el mismo, Cuba se comprometía a respetar el Estado de derecho. Nada de esto ha ocurrido, y después del tremendo estallido social de julio de 2021, el gobierno de los Castro/Díaz-Canel ha renovado la represión contra los disidentes, con penas graves de cárcel o la expulsión del país. Alegando estos hechos, y con base en el Acuerdo, la Unión Europea podría haberlo denunciado, pero con el viaje de Borrell la diplomacia europea ha estado representada al más alto nivel. Lo que significa el blanqueamiento de una dictadura que no respeta ni la libertad, ni la democracia, ni los derechos humanos. Ya en 2021, el embajador de la UE, Alberto Navarro, había escrito una carta al presidente Biden afirmando categóricamente que Cuba no es una dictadura, y abogando por el levantamiento de las sanciones. Durante su visita, Borrell adoptó la terminología victimista del régimen cubano, que habla del «bloqueo» norteamericano y no del «embargo». En todo caso, la UE es un gran socio comercial de Cuba y tiene presupuestadas ayudas en los próximos años a «organizaciones de la sociedad civil», en la práctica están controladas por el gobierno cubano. En el lado positivo, Borrell saludó la creación de empresas medianas y pequeñas que con la nueva legislación ha permitido la creación de 8.000 de menos de 100 trabajadores y que supone ya 21% del PIB.

A la cumbre de Brasilia convocada por la diplomacia de Itamarati, acudieron todos los presidentes suramericanos menos Dina Boluarte, presidenta en funciones del Perú. No fueron invitados ni México, ni los países del Caribe, ni los centroamericanos. Y en el curso de la misma, Lula dio un gran espaldarazo al régimen bolivariano de Venezuela, afirmando que la elección de Maduro había sido democrática y que las acusaciones de graves crímenes eran sólo producto de una «construcción narrativa» sin base real. De un plumazo se olvidó de los millones de venezolanos en el exilio, de la destrucción sistemática de las instituciones democráticas y de los centenares de presos políticos en prisión sin juicio, así como de los centenares de estudiantes ejecutados en 2017 en plena calle sin que la Fiscalía haya movido un dedo para averiguar quiénes fueron los responsables. En 2019, la propia expresidenta de Chile Michelle Bachelet, cuando era alta comisionada de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, había recogido todos los detalles en un riguroso informe.

No ha sido una cumbre exenta de tensiones. El presidente chileno, Boric, salvó el honor de la izquierda, subrayando que no se podían esconder bajo la alfombra todos estos abusos y delitos. Por otra parte, el presidente uruguayo, Lacalle, insistió en que era incongruente que Venezuela estampara su firma en el documento «Consenso de Brasilia» en el que los presidentes participantes renovaban su compromiso «con la democracia, los derechos humanos y en proteger las instituciones». Además, en la reunión de Brasilia, los asistentes pudieron disfrutar del verbo de Maduro que pedía respeto y tolerancia (la que él no aplica a la oposición) y se permitía plantear la candidatura de su país a los BRIC.

Lacalle añadió que era un contrasentido que existan tantas organizaciones que no funcionan (Celac, Alalc, Unasur, Prosur, Mercosur y quizás las propias Cumbres iberoamericanas, reunida la última en marzo en Santo Domingo) y era más práctico realizar acciones en campos que exigen la coordinación internacional, como por ejemplo, la inmigración o el medio ambiente (habría que añadir, la lucha contra el narcotráfico). Con la firma de ese documento, los mandatarios suramericanos hacen el papel de «tontos útiles que aplauden a los matones», como ha señalado un conocido escritor peruano.

En el documentado libro de Carlos Grané Delirio americano, el autor comenta el «victimismo» latinoamericano para el que los culpables de los problemas «son siempre la colonia, el hombre blanco, el racismo, el imperialismo norteamericano o las políticas neoliberales». Victimización latinoamericana que, desde luego, no es «progresista» ni conseguirá sacar al continente del actual atolladero. Recordemos cómo se esfumó el subcomandante Marcos en su rebelión en Chiapas con una ideología que mezclaba ideas del Che Guevara, la teología de la liberación y el indigenismo mariateguista. En el provocador libro de Ernesto Laclau, La razón populista, se insiste en que «hay que producir dicotomías entre buenos y malos, opresores y oprimidos y una dinamización de bloques cada vez más radicales e incomunicados donde la lógica del enfrentamiento y la polarización se imponen». En esta guerra cultural hay que utilizar el «símbolo y la memoria, la neolengua y todos los espacios donde se negocian significados y valores, las calles, los medios de comunicación, las asociaciones civiles y culturales» (términos de confrontación política que ahora en España nos resultan extrañamente familiares).

La atribulada cumbre de Brasilia, y en menor medida, la visita de Borrell a Cuba, ponen de relieve que, más allá de las afirmaciones retóricas, el compromiso de los «demócratas» con la libertad, el Estado de derecho y los derechos humanos es endeble. Y como dijo el presidente uruguayo, «chega» (basta ya, en portugués) de dar respetabilidad a regímenes dictatoriales.

  • Gonzalo Ortiz es embajador de España

Artículo publicado en el diario El Debate de España


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