Hace varios años, cuando aún cursaba mi maestría en el Centro de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Oxford, un profesor de ciencia política dijo esta frase en un seminario sobre nuestro país: «En Venezuela todos llevan un poco de Chávez por dentro». Todavía recuerdo mi malestar al escuchar que alguien pudiera decir algo tan grave como eso, dado el legado del chavismo. Si bien es cierto que esa frase todavía me genera incomodidad, he llegado a pensar que el profesor quizás tenía razón.

Si igualamos al chavismo con corrupción, mesianismo, autoritarismo, machismo, engaño, burla, populismo, viveza criolla, intolerancia, jerarquía, centralismo, gran parte de nuestra sociedad –chavista, opositora o independiente– entra en esas categorías. Reafirmaré lo obvio antes de continuar: Venezuela es un país hermoso y que me siento feliz y agradecida de haber nacido en ella. Pero justamente por ese amor que le tengo a mi Venezuela y por las ganas que comparto con millones de personas venezolanas de que nuestro país salga del conflicto que lo destruye, considero que tenemos que enfrentar esa dura realidad: Chávez y lo que él representó o sigue representando se mantiene vivo en nuestras cabezas.

El caudillismo y caciquismo no es nada nuevo en Venezuela. Desde siempre hemos sido un país con una tendencia a buscar y seguir a un líder mesiánico -y en el mejor de los casos carismático- que nos salve de todo mal. En buena parte, el mito fundacional de nuestro país, alrededor de nuestro libertador y las guerras de independencia explican ese anhelo.

A lo largo de nuestra existencia republicana hemos visto a diferentes hombres querer encajar en la figura de Bolívar y a su vez hemos observado a una población que repetidamente se conmueve con la presencia de este tipo de liderazgos. Incluso nuestros partidos políticos, aun en democracia, estuvieron mayoritariamente bajo el mando de un líder que establecía las directrices y las líneas de acción desde arriba. La deliberación, el debate, el disentir, el plantear una visión opuesta, la horizontalidad, la descentralización no parecen haber permeado nuestra cultura política.

Ya hace varios meses escribí que no estábamos listos para vivir en democracia y aun lo sostengo. Tenemos varios años buscando un cambio político en un país que se derrumba, pero la pregunta es ¿por qué y para qué queremos ese cambio? ¿Estamos buscando transformar al país o vencer al chavismo? ¿Hemos entendido que Venezuela cambió y que el pasado ya no será? ¿Hemos comprendido que la polarización nos está acabando y que tenemos que aprender a convivir? ¿Hemos internalizado que es necesario el reconocimiento de todos? ¿Aprendimos que la exclusión genera resentimiento y crisis?

Si bien existen esfuerzos de intercambio y ganas de construir un nuevo futuro, el autoritarismo y el populismo parecen haberse adueñado de nuestras mentes. Lo observo en eventos de la diáspora, en conversaciones con amigos o incluso en las redes sociales. Esa división ficticia que creó el liderazgo político con el apoyo de otros sectores entre «patriotas» y «vendepatrias» se exacerba cada vez más. Si se cuestiona a la oposición o sus estrategias llueven las falacias ad hominem de inmediato y las teorías de conspiración. Pero, por el contrario, si se aplaude todo a ciegas se es una «heroína», una «patriota», una «venezolana de verdad», en pocas palabras, se está del lado correcto y decente.

Parte del mismo liderazgo opositor ejerce esas prácticas en sus discursos o sus mensajes en las redes. La falacia de que «si se critica se le hace el juego al gobierno» se está incurriendo en silenciar y autocensurar a la población en un contexto ya dictatorial. Incluso observamos en redes sociales cómo diputados, analistas o ciudadanos arremeten contra aquellos que expresan opiniones distintas al mainstream opositor.

Aun más evidentes son los esfuerzos de los guerreros del teclado y los políticos maximalistas que con sus falacias ad hominem y propuestas de ficción buscan dividir y confundir. Y como si esto no fuese suficiente, también observamos cómo los referentes políticos más importantes del país en vez de dialogar y fortalecerse mutuamente se mantienen en una batalla eterna por el poder, se atacan y se insultan, se desmeritan y al parecer no se dan cuenta que a través de sus acciones están enseñando a la población a seguir ese ejemplo.

En pocas palabras, temo que hemos internalizado el mensaje polarizador y autoritario. Vemos todo blanco y negro: o estamos con la oposición o no estamos, y si no estamos, somos traidores. Ese absolutismo chavista vive en nosotros. Quizás por ello no podemos ver que la crítica es parte de la política y de la vida. Una ciudadanía censurada y sin opiniones es mucho más propensa a caer nuevamente en la seducción del mesías que una que piensa de manera crítica y expresa esas opiniones con toda libertad. Así lo afirman Acemouglu y Robinson en su nuevo libro El corredor estrecho (2019): «El despotismo fluye de la incapacidad de la sociedad para influir en las políticas públicas y acciones del Estado». Para que la libertad, y con ello la democracia florezcan en Venezuela, requerimos una sociedad civil fuerte, así como un Estado fuerte.

En El impostor el escritor español Javier Cercas concluye que “la realidad mata y la ficción salva”. ¿Aceptaremos que ese sea el rumbo en Venezuela? Hay cifras alarmantes que reflejan una dura realidad: Chávez no se ha marchado. 42% de la población, a pesar de todas las cifras catastróficas, desea un liderazgo como el suyo. El PSUV mantiene alrededor de 18% de simpatía partidista, mientras que los partidos opositores capitalizan entre 4% y 8% de afinidad. Entonces, más allá del absolutismo discursivo y las rivalidades ficticias, el chavismo existe.

Ahora bien, al leer esas cifras ¿qué haremos? ¿Nos seguiremos señalando o insultando? ¿O buscaremos soluciones reales que logren incluir a todos los sectores en un nuevo proyecto país?

El cambio que Venezuela necesita urgentemente tiene que ocurrir primero en nuestras mentes, en nuestras posturas, en nuestras aspiraciones, en nuestra forma de ver y entender el mundo. Si no somos capaces de cuestionar, deliberar, reflexionar, disentir, perdonar o convivir podrá haber un cambio de persona en el Ejecutivo, pero seguiremos viviendo como decía el profesor: con un Chávez por dentro.


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