He tenido la fortuna de vivir experiencias privilegiadas, acercándome a ritos y tradiciones espirituales en mis prolongadas estadías en la India, Nepal y el Brasil. En Puttaparthi visité al santón Sathya Sai Baba, en varias ocasiones; en Nepal tuve ocasión de tratar a uno de los más renombrados budistas, del linaje Karma Kagyu, Lopon Tchechu Rinpoché, quien llegó a concederme un nombre en tibetano: generosamente me llamó “El protector del Dharma”. Y ello sin duda fue por la férrea disciplina -que yo no tengo- de mis hijas, por cultivar esa filosofía de vida.

Estuve también en repetidas ocasiones en Nueva Delhi, con uno de los lamas reencarnados de mayor renombre, Thaye Dorje, el XVII Gyalwa Karmapa, de controvertido origen.

En Brasil me recibió también la “Mae Menininha do Gantois”, franqueándome varias veces  su casi inaccesible puerta la más alta ialorichá del Candomblé de Bahía. Esa mujer, considerada por muchos como una deidad más que una sacerdotisa, fue la “Madre de Santo” de intelectuales y artistas como Jorge Amado, Carybé, Vinicius de Moraes, Tom Jobim, Dorival Caymmi, Gilberto Gil y Caetano Veloso, entre muchos otros destacados músicos y compositores brasileños.

Sin embargo, ninguna de esas experiencias me ha actualizado en emoción y significado tanto, como lo que he vivido en ese enclave de los Andes al que se llega por un camino de terracería, durante 5 horas, entre riscos altísimos, de 4.000 metros de altura experimentando una dimensión poética única, en un paraje sin igual en el mundo. Uno de los ombligos del planeta, en la antiquísima población boliviana de Charazani.

Y es que fui invitado a una ceremonia milenaria en la cabecera de una célebre villa andina donde comenzaba el camino precolombino de “Niño Corín”. Allí fui recibido por las autoridades tradicionales y en medio del banquete comunitario llamado “Apthapi”, -consistente en una contribución de platillos que la comunidad entera aporta y coloca en el suelo sobre bellísimos tejidos de colores llamados “aguayos”- me fue entregado un poncho tejido y teñido a mano que utilizan también los Kallawayas, los herederos de los médicos tradicionales del imperio inca; una suerte de sanadores de cuerpos y almas que son dueños de una antiquísima tradición de cosmogonía, mitos, rituales y expresiones artísticas.

Allí tuve la enorme fortuna de ser depositario de un agradecimiento a mi país por haber manifestado una solidaridad fraterna con Bolivia, en momentos complejos en que hicimos valer una de las más altas tradiciones nuestras, el derecho de asilo.

Un viaje telúrico, es lo menos que uno puede decir, en las inmediaciones de la montaña sagrada, el Akamani, cuando los Kallawuayas iniciaron el rito milenario, cerca de la medianoche y los instrumentos andinos secundaron las invocaciones, de calado insospechado, bajo la bóveda celeste y las nubes bajas envolviéndonos. Allí mismo fue iniciado en esa sabiduría milenaria, preincaica, uno de los artistas más hondos y telúricos del continente, el demiurgo de la pintura que fue Cecilio Guzmán de Rojas. Y ahora les comparto un registro fotográfico que traduce la dimensión de grandeza de un lugar sagrado del continente.

 

 


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