Foto YPYS Venezuela | Cortesía Garzón

La libertad de expresión -y la libertad de información como componente fundamental de la primera-, es la herramienta mediante la cual nos autogobernamos y participamos en el proceso político. Mediante ella, cuando no participamos directamente en la toma de decisiones públicas, las evaluamos y las criticamos. La libertad de expresión es la forma como la ciudadanía controla el gasto público y las desviaciones del poder. El ejercicio de la libertad de expresión es la forma como controlamos a los que mandan. Por eso, el acceso a la información, el pluralismo político y la crítica política son la columna vertebral de la democracia. Pero esa columna vertebral, que nunca se ha caracterizado por ser demasiado sólida en los países americanos, se está debilitando a pasos acelerados. Los mecanismos de censura se han vuelto más sofisticados y los ataques a la libertad de expresión son más sutiles. Pero el impacto de esas medidas sobre el ejercicio de la libertad de expresión y sobre la labor de la prensa independiente es enorme.

La llegada de Fujimori a la presidencia del Perú marcó, probablemente, el comienzo de una arremetida gubernamental en contra de la libertad de expresión, y de la información a la que podemos tener acceso en el continente americano. Durante esa década, de la mano de Vladimiro Montesinos, se fortaleció la llamada “prensa chicha” (la prensa sensacionalista y la dedicada a la farándula), utilizada para atacar a los adversarios del régimen; pero también se recurrió al soborno de los dueños de medios de comunicación que parecían independientes, en un primer intento por lograr la “hegemonía comunicacional”. Esa práctica encontró eco en otros países de la región, cuyos gobernantes estaban deseosos de poder desprenderse de cualquier mecanismo de control social.

El punto culminante de esa escalada se produjo con la llegada de Chávez al poder en Venezuela, con el cierre de medios de comunicación social, con la compra de otros, con el amedrentamiento de la prensa libre mediante juicios por difamación acompañados de demandas millonarias, con un poder judicial servil dispuesto a silenciar a la disidencia política, y con el reforzamiento de la censura y la autocensura. Además, para evitar tener que responder preguntas incómodas, Chávez montó su propio programa de radio y televisión, en el que permanecía, durante horas, divagando sobre sus fantasías, aunque no tuvieran ningún interés público, pero que le permitían eludir los asuntos que afectaban las libertades y la calidad de vida de los ciudadanos, o que comprometían la calidad de nuestra democracia.

En algunos de los países de la región, debido al control gubernamental del papel para periódico, la prensa escrita -que se niega a desaparecer- está condenada a aparecer sólo en formato digital. En países con escaso acceso a Internet, con una velocidad de banda muy baja, con el bloqueo de cualquier página web que pueda resultar incómoda, o con cortes eléctricos cotidianos, el acceso a la información, así como la posibilidad de difundir ideas e informaciones de toda índole, se convierte en un lujo que sólo está disponible para los círculos más cercanos al régimen.

En estos días, escuchamos que, una vez más, Daniel Ortega ha arremetido contra el diario La Prensa, de Nicaragua, por informar sobre la expulsión de 18 monjas. Mientras los reporteros que cubrieron la noticia vieron allanados sus domicilios, dos choferes del periódico fueron encarcelados sin necesidad de ningún mandato judicial que indicara las razones de su detención. Según el diario La Prensa, el régimen de Daniel Ortega habría comenzado una cacería contra su personal. Pero la verdad es que, en Nicaragua, esa cacería comenzó hace años, y tiene como objetivo a cualquiera que disienta del proyecto político sandinista, si es que a la ambición de poder de Daniel Ortega se le puede llamar así.

En México -y en otros países de la región- decenas de periodistas han sido asesinados como consecuencia de su labor informativa. Según el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, no es decisión del Estado que maten a periodistas. Pero sí es responsabilidad del Estado velar por la seguridad de todos, especialmente de aquellos que cumplen con la función social de informar qué es lo que está haciendo su gobierno, o qué es lo que está dejando de hacer, y por qué. Además, el Estado tiene la especial responsabilidad de proteger a quienes han recibido amenazas de agentes del Estado, incluso si los autores de esas amenazas son diputados. Puede que la autoría de esos crímenes no siempre se pueda atribuir a las autoridades del Estado; pero, si éstas permanecen indiferentes, permitiendo la impunidad de sus autores, se están haciendo cómplices de tales crímenes.

Durante lo que va del gobierno de Pedro Castillo, en Perú, se ha impedido el acceso de los periodistas a ceremonias oficiales, se ha descalificado a la prensa independiente, y se ha agredido físicamente a periodistas que se han acercado a hacerle alguna pregunta al presidente Castillo. Mientras tanto, el Congreso peruano, de mayoría opositora a Pedro Castillo, se siente igualmente incómodo con los periodistas, y les niega el acceso a sus instalaciones. Tampoco falta que alguno de los integrantes de la clase política peruana demande a un periodista, para impedir que se difunda información que, aunque le concierna, es de legítimo interés público.

La compañía transnacional Telefónica, que opera en Venezuela, acaba de informar de una intercepción masiva de las conversaciones telefónicas y del acceso a Internet, por orden de los servicios de inteligencia venezolanos, que sólo en el año 2021 alcanzaron a más de 860.000 suscriptores, y que actualmente superan el millón y medio de casos, afectando a 20% de los clientes de Telefónica en Venezuela. Esta situación no sólo interfiere con el derecho a la privacidad de las comunicaciones, sino que somete a control político lo que pensamos y lo que decimos, demostrando que el amedrentamiento y la persecución política no tienen límites. Ésta es otra forma de silenciar a un país, y de acabar con la libertad de expresión.

Mientras tanto, en Argentina la portavoz presidencial pretendió marcar la cancha a los periodistas, refiriéndose a las preguntas que -en su opinión- no deberían hacerse en una conferencia de prensa, y el secretario de Asuntos Estratégicos anunció un proyecto para regular las redes sociales, cosa que en Venezuela se hace sin necesidad de ningún marco normativo.

En Chile, la propuesta de una nueva Constitución, que se votará el 4 de septiembre próximo, pone de relieve el derecho “a la información veraz”, probablemente entendiendo por tal a “la verdad oficial”. Poniéndole apellidos al derecho a la información, se hará más complicada la labor periodística, que hará indispensable verificar lo afirmado por un personaje público antes de publicarlo, incluso si la noticia es que aquel personaje haya hecho una afirmación manifiestamente falsa, o que la haya hecho con absoluto desprecio por la verdad, como suele ocurrir con las declaraciones de los políticos.

En estos países, el control de la información es el medio que permite que las élites gobernantes puedan perpetuarse en el poder, sin que la población pueda conocer el paradero de los presos políticos y el maltrato al que están siendo sometidos, y sin que se sepa la forma como ha crecido el patrimonio de los que mandan, cuál fue la última fiesta ostentosa celebrada por algún personaje del régimen, cuáles son los lazos que alguno de ellos mantiene con el crimen organizado, cuáles son las razones por las que vamos cediendo territorio al narcotráfico, o cuál es el escándalo más reciente que involucra a algún ministro de Estado o a algún miembro de la familia presidencial. Permitir que la población tenga acceso a ese tipo de información, relacionada con el manejo de los fondos públicos o con el carácter de aquellos a quienes hemos elegido para gobernar, es necesario para el funcionamiento de la democracia; pero, como la difusión y el conocimiento de la misma es una amenaza para los que mandan, éstos han decidido que hay que prohibirla.

Cuando hay temas que no se pueden tratar públicamente, cuando hay preguntas que no se pueden hacer, cuando la libertad de expresión no se ejerce por miedo a represalias, cuando discutir en la radio o la televisión un asunto de interés público puede traer graves consecuencias personales para el comunicador social o para el dueño del medio, cuando un medio de comunicación social opta por la autocensura para no ver amenazada la libertad de sus periodistas -o para no verse expuesto a una demanda extravagante por difamación, o para que no le confisquen las instalaciones físicas en que ese medio opera- es que, en ese país, no hay libertad de expresión.

Son tiempos difíciles para la libertad de expresión en el continente americano (ese continente que va desde Alaska hasta la Patagonia). Y por ser ésta un componente fundamental de la democracia, son tiempos difíciles para la democracia en el continente.


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