Es probable que el tema elegido para hoy parezca desconectado de esta vida cotidiana nuestra tan desestructurada. Pienso, sin embargo, que cuando el panorama asusta por ser precisamente tan desorientador, la llamada a descubrir el centro interior del alma ayuda a pisar tierra con fuerza.

Un campesino andino muy trabajador, persona a la que admiro mucho, me dijo algo que resultó ser una imagen muy plástica de los efectos de las pruebas y sufrimientos en la vida. Cuando le pregunté por qué daba tantos golpes al terreno con una pala que no tenía misericordia alguna, me respondió que ese era el único modo de ablandar una tierra que no ha sido trabajada. Tras sus muchos golpes, la fertilidad de ese suelo es hoy la envidia de quienes lo conocen.

La imagen de ese hombre golpeando la tierra me ha ayudado a entender que la comprensión de las realidades más profundas amerita de unos cuantos golpes que prepare el terreno donde caerá la semilla. Hay que trabajar para que la situación que vivimos cambie, pero las fuerzas para logar transformaciones exteriores dependen del grado de profundidad del hoyo que excavemos en nuestra intimidad.

La vía para lograrlo es más o menos la misma para todos, aunque las circunstancias y las personalidades de cada uno sean diferentes. Por un lado, los golpes de la pala son los obstáculos y dolores que nos obligan a volcarnos hacia dentro de nosotros mismos para intentar comprender el sentido de lo que sucede. Por otra parte, la reflexión misma nos irá conduciendo -si somos honestos y permitimos que la luz entre en nuestra conciencia- a ese centro interior donde acabamos conociéndonos tras encontrarnos con Dios.

La semilla crece debajo de la tierra, así como un embrión va desarrollándose en el seno materno, pero así como la vida eclosiona de dentro hacia afuera, se precisó también de la siembra que enterró la semilla. El proceso es el mismo que describe santa Teresa cuando hace su analogía del alma con esa imagen del Castillo interior. Desde el muro de cerca hasta el centro interior hay que atravesar varias etapas y solo en el núcleo más íntimo, en el que se encuentra ese Dios que nos conoce desde que estamos en el vientre materno; que sabe lo que pensamos, sentimos, lo que vamos a decir y a callar, a hacer y a sufrir, es donde podemos reconocernos amados, conocidos y en paz.

Nada de lo que digo parece “útil” en tiempos tan caóticos, pero justo en momentos en los que hemos perdido el norte es cuando más importa mirar hacia dentro para arraigarnos en un asidero seguro. Justo cuando los apoyos externos fallan y son débiles, o se han reducido a pocos, muy pocos, es cuando más se puede -y se debe- crecer hacia dentro. Y después, con el tiempo, lo que nacerá será fuerte. Algo mucho más sólido que un arbusto.

En la obra Nueva mirada, Gabriel Marcel ahonda en la transformación interior que sufre el personaje principal. Se trata de un joven que, tras la guerra, advierte con claridad los defectos de sus padres. Capta también lo que pudo motivar sus sacrificios y explicar su modo de obrar. Comprende la lucha interior de cada uno por encontrar sentido a sus vidas y capta que en ellos hay mucho más tras lo aparente: tras lo que estuvo siempre acostumbrado a “ver”. Antes los admiraba y los creía perfectos. Los veía como sin mancha alguna, pero tras la guerra, tras evidenciársele que la vida es un drama en el que el pecado se cruza con la redención, allí en el centro del alma -que es donde se libran las verdaderas batallas-, “mira” el mundo de un modo nuevo.

Captar las pequeñas “miserias” de sus padres le llevó a mirar el mundo de otro modo, pero ante la novedad advirtió también cierta rebelión, incluso rabia, en su intimidad. Como si se hubiese descubierto estafado, engañado, por la vida o por su propia ceguera. ¿Qué sucedió realmente en su interior? ¿Por qué advertirnos imperfectos puede generar esa desazón?

Marcel intenta transmitir que la dureza del sufrimiento centra existencialmente en la vida porque ubica en la realidad. Enfrentarnos con nuestra condición humana desdibuja toda falsedad, toda idealización. Abre los ojos del alma para que nos conozcamos como somos; para mirar a los seres queridos como son y no como pensamos que son. Y es que ciertamente las crisis nos fuerzan a ser realistas, a reconocernos seres humanos, con limitaciones y virtudes, así como necesitados de salvación. Este es también el camino para ver la luz que contrasta con la oscuridad. Suele ser a veces la vía para descubrir el sentido más profundo y trascendente de la vida, porque en toda crisis, sea personal o social (muy implicadas ambas en muchos momentos), nuestra finitud contrasta con nuestro anhelo de eternidad.

Siempre puede evadirse la realidad por un tiempo corto, pero pretenderlo por uno largo nos conduciría a una vida sin sentido, pues acabaríamos poniendo nuestro corazón en lo que no es. Ante tanto desvarío, lo más fructífero es reconocer que, en las crisis, la vida suele sugerir que excavemos el terreno de nuestra intimidad para encontrarnos con Dios, conocernos mejor a nosotros mismos y ver con mayor claridad al mundo. Solo así echaremos las raíces del árbol de una nueva intimidad y de una nueva Venezuela.

Hay que trabajar, sí. Pero también son tiempos para orar.


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