En el filme Tár, de reciente estreno, la actriz Cate Blanchett protagoniza una de las secuencias del año, al demoler el discurso woke de un estudiante progre, quien la confronta por sus gustos estéticos como directora de orquesta, al preferir siempre la obra por encima de la valoración moralista del autor, Bach para mayores señas.

Según el alumno del instituto, Bach es misógino, y por tal motivo, él se abstiene de interpretarlo en el piano, prefiriendo conducir la pieza de una mujer.

El personaje de Cate Blanchett lo confronta al afirmarle que su posición es incorrecta, debido a que en la música solo importa la calidad de la interpretación, no el pasado del sujeto o los deslices que haya cometido el creador de la composición.

Asegura la maestra, incorporada por la estrella de Hollywood, que de aceptar semejante regla inquisidora, no podríamos escuchar a nadie, pero en especial a Beethoven y su Novena sinfonía.

El chico se muestra severamente indignado y va escalando su nerviosismo, hasta romper la comunicación y la armonía de la escena, marchándose del recinto, no sin antes insultar a la profesora.

Un ejemplo de cómo se desarrollan algunas conversaciones actuales, dentro y fuera de la línea, bajo la inspiración de los constructos y los dilemas, a menudo falsos, que nos impone la big data y el big tech, al servicio de su agenda de corrección política.

En el remate de la secuencia, Cate Blanchett asegura que los términos de la cacería de brujas digital, acabarán por devorarse a sus propios hijos, por no ser lo suficientemente puros e inmaculados, o en el caso de lo que vemos, porque un chico “de color” experimente musicalmente con las investigaciones de una mujer, siendo acusado de apropiación indebida.

En efecto, la película Tár expone las carencias y límites de los códigos de la generación y de la sociedad de cristal, al modo de la crónica de una muerte anunciada, del ascenso y la caída en desgracia de una conductora estrella de la música clásica, que juega con las reglas del sistema Me Too, que abusa de su poder femenino, para finalmente ser víctima de su “cultura” de la cancelación.

Por tal motivo, Tár es uno de los largometrajes del año, uno de los pocos que se atreve a llevarle la contraria al concierto inclusivo del Hollywood concienciado e hipócrita, culposo y censor, de los últimos tiempos.

Así es cómo la revolución se traga a sus vástagos y descendientes, condenándolos a un calvario de excomunión y crucifixión mediática.

El tenso armado del filme escoge las formas de varios autores consagrados: los angustiantes relatos claustrofóbicos de Michael Haneke (La pianista), las tragedias terroríficas de un Stanley Kubrick (pues su director trabajó con él en Ojos bien cerrados) y las atmósferas inquietantes del nuevo cine alemán, con un toque francés e indie de sensibilidad hípster de A24.

El realizador Todd Field se consagra como un creador de historias asfixiantes de confinamiento y progresivo alejamiento del mundo, bajo la impronta de un casting de grandes actores de la vieja escuela anglo, que secundan rostros enigmáticos del relevo europeo.

Desde aquí, Cate Blanchett amarra su próxima nominación al Oscar, en un papel hecho a la medida de su temple adulto en crisis de títulos mayores como Blue Jasmine y Carol, siempre al borde de la línea que separa el éxito del derrumbe emocional y profesional.

Un trabajo de puro riesgo, por el cual debe ser nuevamente reconocida, habida cuenta del backlash que sufre la instrumentación ideológica de los contenidos en streaming, cuyas secuelas se vieron en los despidos de HBO y la estampida de suscriptores de Netflix, hastiados de consumir versiones gratuitas y arbitrarias de clásicos con el chip de la representatividad forzada, en plan de ONG buenista.

Es noticia que exista una propuesta como Tár que reflexione en torno a uno de los temas del milenio, con un lenguaje abstracto, profundo y contundente.

Cate Blanchett refleja indirectamente un mundo que conoce, que es el del cine y sus árbitros de la burocracia moral. Los expone en su neolengua, con su uniforme puritano de no haber roto un plato, con su aprovechamiento del éxito y del fracaso, traicionando a los que la prensa excomulga.

A su vez, tampoco es condescendiente el retrato que se hace del sistema de la música, que seguramente es espejo de los juegos de tronos que existen en Venezuela y el resto del mundo, los cuales aparecen de refilón por la portada de un disco de Dudamel, que se comenta y replica irónicamente en su pose.

De modo que espero que se consuma y se discuta en el país. Se lo recomiendo a los muchachos del sistema, para que no sean ellos futuras víctimas de conjuras y conspiraciones, destinadas a derrocarlos con la misma fuerza con que los ensalzaron.

Por último, el retrato de la directora de orquesta ofrece los matices y las dimensiones que demandamos en los contenidos inteligentes, que pasan del blanco y negro, de la paleta reductora de héroes y villanos.

Cate construye un personaje complejo, demasiado humano y posible, que pasa de la gloria al dolor, en función del apego a su proyecto unipersonal.

De pronto es una mártir de su imagen, de su dialéctica, de su narcisismo y de su prepotencia.

Reflejo quizás de una sociedad boomer que tampoco se idealiza o se encumbra con ojos de aprobación.

Por el contrario,  rehúye de las etiquetas y de los estereotipos, deparando una experiencia sensorial que merece elogios de la crítica y ovaciones de pie en festivales.

Por algo será.

Me recuerda la provocación y el desencanto épico de Milos Forman en Amadeus.

Cine denso del que ya no se hace.


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