Estimada doña Cayetana:

Como suele ocurrir cuando alguien se toma la licencia de dirigir algunas públicas palabras a una figura de la misma índole, echando mano del recurso que ha servido también para intitular este artículo, ese destinatario aparente puede terminar no siéndolo aunque albergue la esperanza el remitente de que a tal persona alcancen sus manifestadas ideas. No obstante, los principales destinatarios en estos casos son, en realidad, aquellos a los que el osado en cuestión reconoce como copartícipes de sus preocupaciones e intereses; asuntos que de relacionarse con el más elevado de los valores universales, la libertad, harían coincidir a ese conjunto —como en esta ocasión— con el de sus millones y millones de conciudadanos en lo que, dentro de tan trascendental marco, no resultaría impertinente llamar «sociedad global», y sería entonces su mayor esperanza, transmutada en vehemente deseo, el lograr que a la mayor cantidad posible de personas conduzcan a una profunda reflexión sus palabras.

En ese sentido, queda implícito que al dirigirme a usted en esta «misiva», con la primera de las mencionadas esperanzas, es la segunda la que con superior fuerza me ha impulsado a tratar en mi columna de hoy lo que una reciente y muy oportuna afirmación suya ha vuelto a colocar en el centro de los actuales debates, o al menos en los de nuestro mundo hispanohablante, esto es, la «ausencia» —en apariencia— de una cultura que se oponga a ese destructor avance de lo que por décadas se ha denominado de manera genérica «izquierda», solo que, y es en este punto en el que debo discrepar, no es la construcción de una «mejor» ideología de «derecha» lo que se requiere para hacerlo y comenzar, además, a expandir las libertades de todos en todas partes, sino de una cultura auténticamente democrática que se oponga a lo que no lo es y que, siendo en esencia lo mismo, ha asumido diversas «identidades», según la conveniencia, y usurpado un sinfín de banderas para luego ultrajarlas una vez alcanzada su meta: el poder.

Ya el autoengaño no tiene cabida en estos turbulentos inicios de un siglo XXI que muy lejos está de ser siquiera la tenue sombra de las mejores fantasías de nuestras, otrora, calenturientas mentes infantiles, y en el contexto de la principal batalla de esta cruenta guerra por una democracia también global, la batalla del lenguaje, hay que empezar a apartarse de las inducidas deformaciones de este y llamar a las cosas por lo que son, definiéndolas para ello de modo claro y de acuerdo con su verdadera naturaleza.

Ultraizquierda, ultraderecha, «poquitoizquierda», «poquitoderecha» y demás seudoideologías dentro del supuesto espectro bidireccional de la democracia no son, en verdad, genuinas formas de esta. Por el contrario, han constituido variopintos camuflajes con los que tantos, en diversos momentos de la historia reciente de la humanidad y en una miríada de lugares convertidos luego en las residuales cenizas de las hogueras de sus devastadoras ambiciones, han seducido y engañado a enormes mayorías para erosionarla y así imponer y mantener el que, en lo sustantivo, es el mismo tipo de opresivo sistema; uno en el que inescrupulosas minorías traducen la ruin procura de su propio beneficio en expoliación, persecución, vejación, tortura o exterminio de un «otro» con el que muchos no se sienten identificados pese a conformar precisamente, junto con todos los que no pertenecen al reducido grupo de esos opresores, el conjunto de los cosificados alteri.

A este conjunto, al igual que ellos, acaban perteneciendo tarde o temprano los bienintencionados que, creyendo enriquecer las estructuras de los partidos cuya norma, quizás por costumbre o por comodidad, es la automática adhesión a alguna de esas seudoideologías, son lenta e inadvertidamente empujados a los pesados engranajes del tinglado que esos mismos partidos, anquilosados en la tradición de aquel nefasto «nominalismo», ayudan a construir con frecuente irreflexión, y para el expedito hallazgo de un palpable ejemplo de tan perversa dinámica solo basta un rápido vistazo a la historia de las tres últimas décadas de la que alguna vez fue una pujante nación llamada Venezuela y que ahora no es más que un hórrido espectáculo de escombros sumergidos casi por completo en un inmenso mar de sangre.

Cambie usted el nombre «Hugo» por «Benito», «Adolf», «Fidel», «Iósif», «Vladimir», «Francisco» o «Pablo», y el topónimo «Venezuela» por «Italia», «Alemania», «Cuba», «Rusia» o «España», por solo tomar un aleatorio puñado de casos de entre las decenas y decenas que no permitieron o impiden todavía que sea el mundo un mejor lugar, y verá o anticipará sin dificultad alguna la misma historia de ambición, aunque en escenarios con decorados «ideológicos» intencionadamente distintos por el requerido toque de «originalidad». Hágalo y encontrará, disimulados de mil diferentes maneras, los mismos resentimientos, los mismos odios, el mismo ánimo retaliativo, sin importar lo diverso de sus causas —no justificadoras—, sean estas, por ejemplo, indeseados eventos o circunstancias, tales como el maltrato, el abandono, la persecución de algún ser querido en un anterior sistema opresor, la frustración por deseos no materializados, el rechazo o la extrema insuficiencia fálica, o infundados complejos de inferioridad. Dedique unos instantes a esa atenta reflexión y hallará asimismo la misma ingenuidad y las mismas buenas intenciones mal canalizadas que con increíble reiteración, y con el mismo infructuoso empeño «diferenciador», han sido incluso los más efectivos catalizadores de la socavación de iniciativas democráticas —no pocas asfixiadas antes de nacer—. Y podrá reconocer esas mismas historias y los mismos elementos que las han tejido, y lo hacen aún, porque la deformación del lenguaje y el oscurantista «nominalismo» no modifican la naturaleza de las realidades de las que algunos pretenden que, de espurio modo, prediquen los eslabones de sus solapadamente esclavizadoras cadenas «neolingüísticas» con la ayuda de bienintencionados políticos por ocupación y anónimos ciudadanos.

Sí es necesaria en consecuencia una cultura, entendida en el más amplio de los sentidos, que se oponga con efectividad a esa otra del falseamiento que ha permeado tan profundo en la sociedad global que su «normalidad», vieja o «nueva», estriba en la escogencia de alguna de las «opciones» que se han presentado como matices de lo que no son: democracia.

Esto, no obstante, plantea desafíos cuyas dimensiones, quizás, pocos alcanzan a ver en su totalidad, por cuanto implican, entre otras cosas, la asunción de la preponderancia tanto del mencionado valor de la libertad como de otros afines dentro de una nueva visión del mundo y de un marco relacional que no propicien, por tal predominio, el olvido de la importancia del respeto a la libertad del otro y del autónomo compromiso con el desarrollo de toda la sociedad, ante lo que cabe preguntarse si existe verdadera consciencia acerca de ello en momentos en los que tanto se habla de la urgente necesidad de un mundo más libre, justo y sostenible pero con propuestas en las que nada apunta, verbigracia, hacia la formación de ciudadanos auténticamente libres, críticos y con la capacidad de contruir, de forma mancomunada y solidaria, la nueva visión y el marco relacional señalados, aun cuando una gran cantidad de reformas educativas y otras iniciativas actuales hayan partido de declaraciones de principios que se aproximan —unas más, otras menos— a esa idea. Pregunta por demás válida si se toma en consideración que, más allá de lo declarativo, las acciones siguen limitándose en buena medida a la mejora de las capacidades tecnológicas e industriales en el mismo contexto de una generalizada mentalidad seudodemocrática y cortedad reflexiva.

Una pública crítica que ilustra esa peligrosa deficiencia es la que en estos últimos años ha venido haciendo una destacada filósofa venezolana, la profesora Corina Yoris Villasana, a saber, la crítica a la progresiva exclusión de los ya de por sí escasos contenidos sobre filosofía de los planes de estudio tanto de las carreras como de los programas de posgrado, de otros campos, que se imparten en las universidades venezolanas —ámbito general al que extiendo yo tal crítica para evitar su innecesaria «particularización» en este artículo—, aunque el problema que esto supone es en realidad el agravamiento de uno anterior y de muy vieja data que se relaciona con el notorio hecho —y pido disculpas por la odiosa e injusta generalización, puesto que las honrosas excepciones existen, como la citada profesora, y no son pocas— de que los filósofos, o en otras palabras, aquellos cuya profesión y ocupación es la filosofía, suelen no ser aptos para enseñarla por su tendencia a intentar adoctrinar en la que han adoptado como inconcusa «verdad» en lugar de sembrar las semillas de la independencia, de la curiosidad, del permanente cuestionamiento y de la exhaustiva indagación a través de una amplia diversidad de conocimientos compartidos sin la mediación de los personales dogmas.

Un nihilista, por ejemplo, podría sucumbir a la tentación de presentar la falibilidad de la cognición y de los planteamientos humanos como incontrovertible «prueba» de la validez de su dogmática creencia en la «no creencia», ¡y cuántos no lo han hecho en el desempeño de su papel docente! Por su parte, un racionalista podría presentar la misma «prueba» de falibilidad, pero referida a lo que considera un «engañoso» proceso cognitivo enmarcado y guiado por la experiencia y a sus resultados, a favor de su propio dogma, y lo mismo el empirista, aunque tomando el apriorismo por marco de lo «erróneo»; ¿y no es así como han procedido tantos a los que se les ha confiado la tarea de ayudar a iluminar las mentes más jóvenes, faltando de este modo a ese sagrado deber?

De hecho, fue el adoctrinamiento en particulares creencias, sobre todo en el marxismo, y no la enseñanza de la filosofía para la formación de ciudadanos independientes, curiosos y en verdad críticos e inquisitivos, lo que prevaleció durante la mayor parte del siglo XX en la actividad educativa, formal o clandestina, en Venezuela, en casi la totalidad del resto de América Latina y en la propia España. Y los abominables resultados del ascenso de la cultura de «izquierda», como supuesta reacción «emancipadora» frente a opresivos regímenes de «derecha», están hoy a la vista… y falta todavía mucho que lamentar.

Lamentable, por cierto, también es el hecho de que a estas alturas, después de un siglo de absoluto fracaso del socialismo/comunismo, muchos de los que adoctrinaron a miles y miles para su fanático culto insisten en desestimar el tsunami de evidencias que lo demuestran para salvaguardar unas ideas de las que el propio Marx, de estar hoy vivo, probablemente abjuraría, y para hacerlo, para «defender la doctrina» de aquel decidido materialista, recurren de abusivo y nauseabundo modo a la del más conspicuo de los idealistas, Platón, llevando a insospechados extremos la hegeliana concepción de la oposición. Y así, más para salvar su propia reputación que para defender aquellas ideas, se atreven ahora a pontificar sobre los engaños de los sentidos y las «falaces» apariencias de lo factual, e intentan zanjar la cuestión, en retorcida clave cartesiana, con la siempre explotable afirmación «Cogito ergo…», aunque en el silencio se advierta, en más casos de los que se podría imaginar, un «no importa que existan para sobrevivir, con pesar e indignidad, mientras yo lo haga con cuentas en dólares y euros, yate, apartamentos en Nueva York, París y Roma, y casa en Marbella»; todo en retribución por los platónicos favores realizados en provecho de la seudodemocrática cultura de izquierda/derecha. Y en los que no, por no ser lo crematístico el móvil de las actuaciones, fácil es adivinar en los teatrales silencios y aparentes galimatías una muy inicua soberbia que impide reconocer que el trabajo de toda una vida, por pertinacia e incapacidad evolutiva —la de las ideas—, se reduce a basura solo aprovechable para la mortal infestación de sociedades.

Sea lo que fuere, y más allá de este y similares obstáculos a la construcción de la visión y del marco a los que se ha hecho referencia, una circunstancia más cercana y cotidiana contituye tal vez un mayor problema, esto es, el que enormes mayorías de jóvenes, y ciudadanos en general, tomen hoy por hábito de lectura —su única lectura— el consumo de amarillistas titulares, rumores y memes en las redes sociales, por lo que cabe también preguntarse cómo podrán ellos entrar en la arena de los debates como los que su afirmación ha reavivado, y participar con provecho en ellos sin no ser antes triturados por las mazas de las seudoideologías, si de planteos filosóficos, políticos, económicos y de otra índole conocen poco o nada saben. Y a esa circunstancia se suma el estado de cuasiaislamiento en el que se mantienen muchos de los que sí se han cultivado y han desarrollado además valiosas competencias que bien podrían contribuir a la construcción y promoción de aquella cultura auténticamente democrática.

A la luz de todo lo anterior, es más que evidente que sí tiene usted razón al echar de menos una cultura distinta a la actual, pero hago votos para que tanto usted como las bienintencionadas mayorías de nuestra global sociedad puedan ver con la misma claridad la naturaleza de esta última, la que debe ser combatida, y de esta forma comprender la de aquella, la de la necesaria cultura de y para la democracia, y, por tanto, de y para la libertad; votos que además entrañan los deseos de unidad con los que le expreso, a modo de «cierre» de estas líneas, un fraterno «¡Hasta siempre!».

@MiguelCardozoM


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