Una parte de los venezolanos, aun siendo tan joven la población del país, contando a los que migraron, debe conservar en su memoria el recuerdo del 27 y 28 de febrero y 1º de marzo de 1989 cuando solo se hablaba -y se sentía y se temía- de los disturbios y motines que estremecieron la capital y marcaron el declive final del proceso democrático iniciado en 1958.

Han transcurrido tres décadas y media del mayor tumulto social de la larga aunque insuficiente, de la próspera aunque muy insuficiente, era democrática. El venezolano común de entonces, que se refugió en su casa, mientras observaba en las pantallas de la televisión el «espectáculo» de destrozos y de vidas perdidas, quizás nunca imaginó tanta ira acumulada, a pesar de que siempre había voces que advertían sobre el día en que bajarían los cerros a ajustar cuentas con una sociedad opulenta que los arrinconó en la miseria.

Fue una raja institucional, la huella de un terremoto de magnitud severa, que dejó al desnudo la precariedad del país. Del gobierno, que apenas asumía el poder aquellos días, de las fuerzas encargadas del control público; también de los partidos, de las organizaciones sindicales, gremiales y empresariales. Un país sin liderazgo civil y político. Una nación navegando a la deriva.

El periodista Alonso Moleiro, en su libro La nación incivil. El Caracazo, sus consecuencias y el fin de la democracia -publicado por Editorial Dahbar en 2021-, escribe: «Fue un accidente histórico tratado con torpeza por el liderazgo nacional de entonces, cuyas causas y consecuencias no fueron investigadas ni determinadas, y fue un fenómeno no interpretado correctamente por las élites culturales del país. Desencadenó una respuesta brutal en los cuerpos de seguridad del Estado para restaurar el orden y sentó un grave precedente en la quiebra del Estado de Derecho. Las cicatrices sociales producto del asesinato de personas inocentes durante aquellos días contribuyeron a la germinación final del movimiento de derechos humanos en Venezuela».

Ante la ausencia de explicaciones, Hugo Chávez impuso su relato sobre aquellos días azarosos a su salida de la cárcel de Yare. Esa es la tesis que propone Moleiro en La nación incivil. «Su proclama, citando a Bolívar, ‘Maldito sea el soldado que dispara contra su pueblo’, comenzó a ser invocada regularmente». Más aún cuando, unos años más tarde, se posesionó de todos los poderes de la República, e hizo suyos los medios de comunicación públicos, a cualquier hora y a todas las horas.

El Caracazo fue la justificación de su incursión violenta y artera del 4F. Más sangre sobre sangre. Había llegado el «vengador”, no para reformar la democracia y hacerla más justa, más equitativa; no para que la democracia rindiera cuenta de sus pecados y omisiones y se fortaleciera para que nunca más se impusiera la represión sobre la prevención, la indolencia sobre la responsabilidad.

Para reivindicar aquellas vidas truncadas, el alzamiento militar del 92 terminó de volar por los aires el andamiaje institucional y aportó más víctimas a los dolores de la nación. Pero, y es quizás lo más lamentable de lo que nos ha ocurrido, el relato se vendió bien. Fue asimilado por amplias capas de la población que en diciembre de 1998 llevaron a Chávez al poder, y sirvió de sustento posterior para vulnerar la propiedad privada, concluir la destrucción de los partidos y profundizar la instalación de un Estado en apariencia todopoderoso que hoy, dos décadas después de desgobernanza, está quebrado institucional y éticamente.

El Caracazo es memoria dolorosa. Aún sin saldar. Las familias de numerosas víctimas, sobre las que tanto se justificó y acusó, todavía esperan ser compensadas. El relato manipulado e interesado de aquella tragedia es ahora un discurso cínico. Las armas de la República apuntan contra un pueblo decepcionado e indefenso. Esas armas son el único sostén de un régimen sin épica y sin vergüenza.


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