Caracas es el escenario de diferentes películas, algunas fallidas, otras exitosas, varias inconclusas.

El estereotipo fílmico la encasilló en un género melodramático de Archivo Criminal y telenovela social, generalmente trágica, malandra y sobreactuada.

Nunca quiso superar el canon de Soy un delincuente, Pandemonium, Sicario y Pelo malo.

En las cintas de festival, el caraqueño se expresa con dificultad, anda con el ceño fruncido, pertenece a una periferia estancada en un cuadro de miseria.

Los directores nacen en la clase media, pero sienten vergüenza de narrar relatos en sus propios contextos, de inventarse una ficción transgresora.

Una sociedad sándwich, alimentada con el conformismo, prefirió cocinar empanadas como churros, eludiendo la alternativa de elaborar platillos distintos.

Por su timidez, la audiencia le dio la espalda a la industria local, refugiándose en la proximidad deslenguada de los podcast.

En su versión cinematográfica actual, la ciudad pierde su identidad original, secuestrada por la clase dirigente, cuyos guionistas rojos pretenden convertirla en un remedo triste de La Habana castrocomunista del período especial, en una fotocopia de la Ucrania invadida por Putin, en una pobre imitación de los decorados de propaganda kitsch de Corea del Norte, en una réplica subdesarrollada de la cuarentena de Wuhan, bajo el control paramilitar de una secta de verdugos sin rostro, como los torturadores y terroristas de un califato bananero.

La política de lo inevitable juega a diseñar un tablero, un esquema de corrupción, donde los negocios sucios reinen por siempre, a espaldas de los verdaderos intereses de la nación.

Así transformaron a la capital del país en una tierra arrasada, según el estándar de la Alepo de Siria, arruinada por la dictadura, con el avieso propósito de gobernar sobre sus escombros.

En tal sentido, la tiranía de los mediocres despliega un sistema carcelario y panóptico, de vigilancia total, alrededor de las entradas y salidas de los principales municipios.

Una suerte de caricatura de Alemania Oriental con check points, barricadas y muros de contención en la vía.

Superefectiva la contingencia, chicos de Zurda Konducta. Pregúntenselo a los 50 casos de coronavirus, solo en VTV.

La literatura distópica y la ciencia ficción anticiparon nuestro encierro orwelliano, siendo víctimas de la distorsión y la desinformación de una neolengua de doble moral.

A diario, las cadenas satanizan a los enfermos, amenazando con detenerlos en campos de concentración improvisados, los cuales vandalizan el patrimonio de espacios clásicos de entretenimiento.

El Poliedro, por ejemplo, fue la plataforma de conciertos, concursos y eventos felices. Hoy es símbolo del proyecto colectivista de borrar la memoria, de destruir el pasado, de imponer un presente de sumisión y regulación estatal.

De la ciudad campamento hemos pasado a la del cuartel, 24 por 7, decretando la bunkerización de la vida pública y privada.

De facto, el golpe psicológico produce traumas y calamidades en masa.

Utilizando el chantaje de la infección y el contagio, las personas deben uniformarse, desde casa, llevando tapabocas y un comportamiento pasivo.

Obviamente, todo es un teatro de colaboración, de fingimiento, de la apariencia.

En efecto, la gente rompe la cuarentena, porque sencillamente carece de abastecimientos y recursos mínimos en el hogar.

Se mete el paro delante de la autoridad, en un juego del gato y el ratón, de las escondidas, sorteando alcabalas y matracas móviles.

Por lo pronto, el uso obligatorio de la mascarilla cumple la fantasía inquisidora de los Torquemadas del PSUV, al inocularnos el chip del régimen policial de Teherán.

La mascarilla es nuestra burka para normalizar la censura de la Ley Mordaza.

De tal modo, surge una Caracas zombie al gusto de los pranes y los jemeres rojos, quienes buscan ruralizar el devenir en vez de modernizar.

De ahí la sensación de dëjà vu de padecer un bucle, tipo Dark y Día de la Marmota, en un especie de caserío abandonado de provincia.

Por ende, las calles lucen vacías, inseguras y deshumanizadas, como el reflejo de un pueblo fantasma de Casas muertas en clave de Cien años de soledad.

Nos intimidan con las curvas, supuestamente aplanadas, a fin de atenuar un evidente colapso sanitario.

Por ello, la economía se desploma al ritmo de las escalofriantes cifras por pérdida de empleos, quiebras y olas de suicidios.

Temas tabú para la posverdad y el noticiero de Telesur.

Los traficantes de esperanza prometen el paraíso inmediato, a través del desahogo banal de las redes sociales.

Hay una Caracas hipster por Instagram, llena de clichés y frases inspiradoras de poeta arjonesco de la diáspora.

Los gurús y charlatanes encontraron una mina de oro en el confinamiento, predicando una teología de la prosperidad, bien difusa e incierta. Es uno de los fraudes del milenio en 2020.

Ni hablar de los guerreros del exilio, que dictan la receta para emanciparnos por Youtube, tras el pago de las suscripciones por Patreon.

No se preocupen que ellos sí saben cómo es la cosa.

La gran regresión culmina, para resumir, en el paro indefinido de actividades comerciales y ciudadanas, mientras dure la cuarentena.

De consumarse el plan vacacional a perpetuidad, veremos la extensión de un cementerio de elefantes blancos, de desplazados por la guerrilla y el hambre, de rehenes de la pantalla de los bodegones y gasolineras, administradas por el monstruo de mil cabezas de las fuerzas armadas.

Por fortuna, una Caracas insumisa se manifiesta y expresa, aunque no lo parezca.

En teoría, ganaron los malos. En la práctica, los villanos tienen miedo de Caracas y su oposición mayoritaria en todos los aspectos.

Geográficamente, la sultana del Ávila humilla con su tamaño y esplendor a los pequeños prepotentes de turno, incapaces de generar el pulmón natural y la belleza que ofrece una montaña imponente ante la que se rinden los artistas, los nobles de espíritu, los soñadores.

No se trata de un mero paisaje, de una pintura de Cabré, de una apelación nostálgica. Es un referente estratégico en la plasmación de la derrota de los que odian a Caracas.

De igual manera, la casta oficialista es poca cosa al lado de la UCV, de la red de museos, del Teresa Carreño, del Parque del Este, de la Esfera de Soto, del Calvario, del bulevar de Sabana Grande, de la torre La Previsora, del Trasnocho Cultural, de El Hatillo, de Los Palos Grandes, del casco cultural de Petare, de La Pastora y de la Cota Mil, obras todas construidas por nuestros ancestros, para perdurar, a pesar de los intentos por expropiar y negar el valor del legado urbano.

El chavismo no montó la infraestructura de Caracas, que sin duda le trascenderá.

La resistencia de Caracas se palpa en foros digitales, virtuales y reales, por Twitter, streaming, delivery, Zoom, servicios puerta a puerta, emprendimientos de gente creativa, propuestas independientes de outsiders.

Tenemos que remodernizar, reurbanizar, recuperar las autonomías municipales, reivindicar la iniciativa civil, repolitizar al margen de los pactos mafiosos con el populismo, recuperar la noche, cuando lo permita el covid-19, y seguir ocupando nuestros espacios con desparpajo, humor, alegría y proactividad.

Debemos reocupar espacios para dotarlos de nuevos significados, del este al oeste.

La reconquista espacial garantiza un futuro.

Dice Michael de Certeu que los usuarios de los espacios son los que tienen la capacidad de dotarlos de contenido.

Fuera de las tramas y articulaciones de la ciudad desolada, imaginemos una Caracas reconquistada por la libertad y la democracia.


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