Cuando en 1982 Pablo Escobar fue electo diputado suplente a la Cámara de Representantes de Colombia, los colombianos no estaban al tanto de que le habían dado entrada a la estructura del Estado al representante sanguinario más emblemático de la industria del narcotráfico en el mundo: Pablo Emilio Escobar Gaviria. Un individuo que acumuló tanto dinero que no le bastaba tener el poder económico gigantesco que ostentaba, sino que se proponía, junto con los demás carteles y la narcoguerrilla protectora del negocio, tomar el control del  Estado para convertirlo en la mampara oficial que permitiera lavarle la cara a su actividad delictiva.

Nadie duda, por el inmenso daño que le ocasiona a la sociedad, que el narcotráfico, junto con la esclavitud, es el oficio lucrativo más macabro que haya conocido la humanidad; destruye vidas humanas, familias y comunidades; provoca la pérdida de valores éticos y enaltece el fin de lucro a cualquier costo, incluso el de la vida misma; es el excremento de la actividad mercantil. Colombia estuvo a punto de sucumbir frente ella. Sin embargo, la conciencia de muchos honestos neogranadinos emergió para impedir que ese cáncer diseminado en la sociedad hiciera metástasis en el Estado colombiano. Voces como la de Rodrigo Lara Bonilla, Guillermo Cano Izasa, director del diario El Espectador, fueron calladas por asesinos narcotraficantes que pretendían apoderarse de las instituciones públicas del hermano país. Fueron miles las víctimas inocentes de la guerra entre los carteles de la droga y la policía colombiana. Afortunadamente, el bien triunfó sobre el mal, y aun cuando el problema del tráfico de cocaína persiste, la derrota en ese momento de las mafias de Medellín y Cali, sentó un precedente que mantuvo al Estado colombiano de aquel entonces, alejado del control de los narcotraficantes. Sin embargo, la amenaza sigue latente y los colombianos tienen que estar permanentemente alertas.

Aprendida la lección de que por métodos violentos era imposible la toma del control de las instituciones, el narcotráfico, sin proponérselo, a partir de 1999, cambió su estrategia y escogió como teatro de operaciones a nuestro país. Aprovechando la atracción del recién electo presidente Hugo Chávez por la guerrilla izquierdista colombiana, la mafia se propuso la toma pacífica del control de un Estado, ahora el de Venezuela. No hubo guerra cruenta, ni coches bombas, ni voladuras de aviones en pleno vuelo; aquí la narcoguerrilla comenzó a tejer un entramado de relaciones con el socialismo inmoral e inescrupuloso, representado por Hugo Chávez, que implícitamente suponía el consentimiento a la actividad del tráfico de drogas. De paso, le abrió a los intereses geopolíticos del Foro de Sao Paulo una nueva fuente ingresos. Chávez, en su desmedida ambición de poder, no se contuvo y sin mirar para los lados persistió en forma enfermiza con esa relación, involucrando a sus más cercanos colaboradores, quienes, salvo honrosas excepciones, se mezclaron de tal manera en el negocio, que cuando fueron a reaccionar (para darles el beneficio de la duda) no había nada que hacer; ya estaban hasta el cuello metidos en el contubernio y con ello convirtieron a las cúpulas del Estado venezolano y de su Fuerza Armada Nacional en el gran cartel de la drogas en el mundo.

El Cartel de los Soles es una consecuencia de ello, pero el gran culpable ante la historia es Hugo Chávez y el socialismo expansionista que él representa. La acusación formal del Departamento de Justicia basadas en investigaciones y conclusiones de las autoridades de Estados Unidos deben alertar a la Venezuela honesta de todos los sectores sin distingo de ideologías políticas, quienes deben alzar su voz para decir que ya hemos llegado al límite. No estamos frente a un chisme, rumor o secreto a voces que pudiera generar escepticismo, no; estamos frente a una acusación formal con señalamientos concretos que deberán ser demostrados en la fase probatoria del proceso judicial.

Ya basta, la situación es muy seria. Venezuela está enferma, muy enferma. No cabe aquí voltear para el otro lado frente al fenómeno. Por eso cualquier iniciativa que provenga del poder establecido en Venezuela tiene que ser de plano rechazada por todos; en el entendido que estando acusados por narcotraficantes y por miedo de terminar en una cárcel en Estados Unidos, la cúpula acusada se refugiará a toda costa en la inmunidad que el Estado les da para evitar ese destino. Lo que no hizo el narcotráfico colombiano con los miles de muertos lo hicieron aquí sin disparar un solo tiro. Esto es, ya los tenemos metidos dirigiendo las riendas del poder formal en Venezuela, Y no se irán así no más. Hay que sacarlos de cualquier manera. Nos toca a la Venezuela honesta librar la guerra para desmontarlos. Para ello debemos delinear una estrategia unificada. Estados Unidos está claro en ello. Por eso no duda en mantener en forma inequívoca su apoyo a Juan Guaidó y en el desconocimiento de las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre. Cuando Henrique Capriles pretende ahora promover y participar en la iniciativa de la cúpula del poder sindicada de cometer el delito de narcotráfico, está, sin proponérselo (¿o sí?), contribuyendo al mantenimiento en Venezuela de la narcodictadura, con el daño consecuente que le está causando a la sociedad venezolana y a fin de cuentas a la humanidad. De allí lo reprochable de su actitud. Que sirvan estas modestas líneas como una campanada a toda la dirigencia política, empresarial, sindical y gremial del país y en general a toda Venezuela: estamos en manos del narcotráfico y tenemos que reaccionar como sociedad frente a ello. Me resisto a creer que no haya hueso sano. Pidámosle a Dios que ilumine a toda la dirigencia y a los oficiales y suboficiales honestos de la Fuerza Armada Nacional, (que son la mayoría), para que despierten y reaccionen; quienes callen frente al fenómeno son cómplices. En la monstruosidad de la crisis, ya las formalidades democráticas poco importan. Se trata de salvar al país y el futuro de nuestros hijos.

@JotaContrerasYa


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