La zona de interés

Resulta tan ocioso como inevitable especular sobre los caprichos del Oscar y la injusticia o no de sus postulaciones y elecciones subsiguientes. Todos los años hay inmerecidos triunfadores y relegados aún más injustamente relegados. En realidad este año, el balance final no fue tan terrible. Oppenheimer es una de las películas de la década y junto a ella, acaso tan relevante se destaca una de las películas más sobrecogedoras y reveladoras de la época y sobre la cual conviene detenerse: La zona de interés. Ambas comparten, ironía que sin duda escapa a la Academia, una preocupación por el Mal, una espectacular, la otra minimalista.

La película se basa en una novela excelente de un notable escritor ingles llamado Martin Amis y su tema es, por decir lo menos, escabroso. Junto al campo de exterminio de Auschwitz se encuentra la casa de su director, Rudolf Hoss quien vive con su esposa y sus cinco hijos en una casa normal, amplia, cómoda desde la cual, si alguien quisiera podría atisbar al horror de la usina de muerte que funciona a pocos metros. El punto de esa zona de interés que constituye la indiferencia es que nadie, absolutamente nadie quiere asomarse a ese abismo que se toma como algo natural. El horror del caso está en el deliberado propósito de la película de tomar por buena esa actitud y respetar sus normas de aberración. La película no trasgrede la barrera autoimpuesta por la familia de Hoss y solo vemos de Auschwitz las chimeneas y algún elemento colateral. Y por si fuera poco hay una sola estridencia en la parsimonia con la cual novela y película describen la plácida vida cotidiana del verdugo y  su familia. Es el momento en el cual, dado  su excelente desempeño Hoss es promovido temporalmente a una posición supervisoria lo cual implica para su esposa y familia abandonar la placentera vida que llevan, lo cual implica la rebelión de la esposa.

La película es, en su deliberado laconismo una dramatización de la muy célebre banalidad del mal. Nadie cuestiona la monstruosidad de la tarea asignada y ejecutada y  la película muy hábilmente se hace eco narrativamente de ese punto de vista. Ni siquiera adivinamos una voluntad deliberada de no mirar lo innombrable. La actitud es tan siniestra como normal. La zona de interés no es lo que ocurre, el asesinato en masa y el uso de la tecnología de muerte y su eficientización a ultranza descrita en una horrible reunión de trabajo al comienzo. La zona de interés, el núcleo del Mal está en esa indiferencia cotidiana, en ese aura siniestra en la cual lo innombrable es relegado y aceptado como un dato menor, acaso inexistente. Hoss no es presentado como el estereotipo que nos haríamos de un monstruoso nazi. Es monstruoso, el y su familia, por su indiferencia, por la forma en la cual la mancha histórica que se desarrolla unos metros más allá es ignorada, no como un acto volitivo consciente sino, como algo que no merece un comentario. En esta cosmovisión del horror, el personaje clave no es necesariamente el director del campo sino la esposa como portadora de los valores del Reich.

Existe, en la imaginación de este cronista el premio al arenque en mal estado del año que esta vez fue para ese bodrio pretensioso llamado Pobres criaturas, acaso rescatable del olvido por el barroquismo de su fotografía, vestuario y maquillaje, estos últimos junto a la protagonista merecedores de un Oscar. (Hace cincuenta años Mel Brooks lo había hecho mucho mejor con El joven Frankenstein). Es una verdadera lástima que el Oscar a la mejor actriz haya ido a ese maniquí fantochesco y ninfómano que compone Emma Stone y no a la frialdad que Sandra Huller le presta a ese personaje siniestro, digna protagonista de un filme de horror. Cosas del Oscar. El Mal, se olvida a menudo , no es siempre espectacular. Las más de las veces es arrullado por la indiferencia, la frivolidad o  la normalidad de lo cotidiano. Por la banalidad, en suma.


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