Todo un movimiento de alerta viene creciendo en Estados Unidos con respecto a la dependencia comercial que tiene la gran potencia americana de sus importaciones de China.

Las mediciones de opinión del Pew Research Center indican que 9 de cada 10 ciudadanos norteamericanos ya consideran la influencia china en los asuntos mundiales una amenaza seria contra su país. Dos tercios de la ciudadanía estima que esa amenaza es un mal mayor y apenas un tercio cree que se trata de un asunto de poco calibre. El caso es que unos y otros son de la opinión de que el reto para Norteamérica es mayor que el del calentamiento global, la influencia y el poder ruso, el deterioro de la economía mundial e incluso la pobreza global.

Esta importante dosis de escepticismo dentro de la sociedad americana parte de la información a granel que allí existe en torno a la relación entre las dos grandes potencias, un tema que se ha visto exponenciado mediáticamente desde el advenimiento al poder de Donald Trump, a quien la relación estrecha con su contendor chino le provoca una urticaria creciente.

Es así como la guerra comercial con China ha estado en la palestra pública de forma sostenida y ha sido alimentada desde la Casa Blanca para provocar un aglutinamiento de la ciudadanía en torno al propósito presidencial de hacer a “America Great Again”.  El gran escollo para impedir la consecución del lema electoral presidencial “Hacer que América vuelva a ser grande” es, sin duda alguna, China. Para ello, la información en los medios televisivos, radiales e impresos sobre la nefasta gravitación del país asiático en la evolución negativa de la economía norteamericana está siendo abrumadora. Ni hablar de la exagerada presencia del tema en las redes sociales.

Un hecho cierto es que Estados Unidos perdió, en los primeros 15 años de este siglo, 3,4 millones de puestos de trabajo, 2,6 millones de los cuales pertenecían al sector manufacturero. No todos son atribuibles a la agresividad comercial china, pero tres cuartas partes de esas cesantías sí responden a esa causa. En la última década la importación de China con tarifas preferenciales de ingredientes farmacéuticos activos, productos electrónicos, textiles, muebles, juguetes y muchos otros fabricados en suelo chino con mano de obra pagada a niveles de cuasiesclavitud, han terminado con miles de negocios norteamericanos.

El gobierno de Trump desea hacer responsable a Pekín de ello de forma inequívoca. Y no cejará en su propósito, pues un enemigo en común para toda la sociedad contribuye a hacer más leves las equivocaciones propias en el manejo de la trágica pandemia, además de que le produce apegos al gobierno de turno en materia electoral. No resulta complicado al presidente y a su equipo de comunicadores inducir el rechazo poblacional a sus contendores cuando lo que hay que hacer es poner de relieve una dependencia perversa de los suministros chinos para las necesidades básicas de la población, una vulnerabilidad que, por lo demás, proviene de administraciones anteriores. ¿Quién no se rinde ante una campaña que pone de relieve que si hoy 90% de los componentes de drogas genéricas en Estados Unidos tiene un origen externo, 50% sale de fábricas en territorio chino?

Alejarse de China como proveedor en la cadena de suministros es un proceso largo y complejo. Al ser ello impracticable dentro del futuro inmediato, continuar con el uso de la retórica para fines propios es lo que cabe. Así, pues, la denuncia en contra de China seguirá siendo explotada ad nauseam y la tesis de alerta seguirá provocando adeptos. El clamor general es tal que ya la animadversión alcanza a los simpatizantes de los dos grandes partidos nacionales.

Una campaña muy bien montada.

 


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