No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas” (Horacio Quiroga).

Bueno, esta aseveración de Horacio Quiroga, dramaturgo y poeta uruguayo, autor entre otras obras de Los arrecifes de coral o El crimen del otro, resulta, en apariencia, muy coherente. Cualquiera, que no se haya puesto o propuesto escribir, pensaría que es una máxima innegable. De sentido común.

Yo no sé cómo será en otros casos, pero en el mío, nada que ver con la realidad. Es cierto que, cuando te pones a escribir, ya sea un relato, una columna o lo que quiera que escribas, es conveniente saber de dónde vas a partir y adónde quieres llegar. Es más, también es habitual y deseable que tengas una cierta idea de por dónde quieres pasar para completar tu escrito; pero ocurre que, finalmente, una vez que te pones a escribir, el artículo empieza a tomar vida, empieza a fortalecerse a medida que crece y, en muchos casos, te acaba llevando a ti, el supuesto autor, por donde él quería ir, y tú no lo sabías.

Así pues, ocurre en ciertas ocasiones que, después de una lucha extenuante con el artículo, cuando lo das por terminado o él mismo se da por terminado, que también es posible, y te pones a releerlo, tienes la impresión de que no lo has escrito tú. Esto ya se lo decía Julio Cortázar a sus alumnos de Berkeley, que muchas veces tenía la sensación de que le habían dictado sus cuentos.

En cierto modo, la escritura es una metáfora de la vida. Sabemos cuál es nuestro punto de partida y sin duda, conocemos cuál será el final, y entre tanto, vamos llenando el espacio con acciones consecuentes, inconsecuentes, voluntarias y fortuitas, que finalmente componen nuestra historia vital. Es cierto que todas y cada una de estas acciones condicionarán, en mayor o menor medida, el desarrollo de esta historia y por supuesto su fin, pero no todo está bajo nuestro control. El libre albedrío, el azar, siempre se encuentra presente. Pues en la escritura ocurre exactamente lo mismo.

Dice Isabel Allende, una autora a la que la vida, desgraciadamente, ha demostrado que lo imprevisto ocurre, que “escribir es como hacer el amor. No te preocupes por el orgasmo, preocúpate del proceso”.  No creo, muy sinceramente, que haya ningún autor al que no le salga su obra al paso, y le lleve por caminos que nunca pensó recorrer cuando comenzó a escribirla. Esto, créanme, es una de las muchas cosas apasionantes que te propone la escritura; es una partida de ajedrez en la que cada movimiento está condicionado por el movimiento del rival que, en este caso, es tu propia obra.

Decía Clarice Lispector: “Tengo miedo de escribir, es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de revolver en lo oculto y el mundo no va a la deriva, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que colocarme en el vacío”.

Al margen de que la idea esté expresada con mayor o menor éxito, el fondo es muy evidente y coincido plenamente con la señora Lispector. El escritor, si quiere que su obra sea interpretada como pretende, ha de llevarla al papel del mismo modo que se encuentra en su cabeza. Es aquí, y no en otras consideraciones, donde se encuentra la clave. Por eso, muchas veces, es el subconsciente y no el consciente el que nos dicta de qué modo debemos plasmar aquello que queremos transmitir. Es la pasión, es el sentimiento el que debe verse reflejado en el texto y no las palabras vacuas que harían que ese texto no fuera una obra literaria, sino una explicación, una declamación vacía.

Según Haruki Murakami, autor de The Guardian, galardonado con el premio Franz Kafka, entre otros, y candidato al Nobel de Literatura en repetidas ocasiones, “escribir una novela es enfrentarse a escarpadas montañas y escalar paredes de roca para, tras una larga y encarnizada lucha, alcanzar la cima. Superarse a uno mismo o perder: no hay más opciones”.

Respalda, pues, alguien tan cualificado como Murakami mi teoría de la lucha. En realidad, según mi criterio, se trata de una doble lucha. De un lado, la lucha por intentar dominar la trayectoria del texto, labor, en ocasiones, muy complicada; y por otro lado, la que se mantiene con tu inconsciente, que trata de que expongas tus más profundos y oscuros sentimientos en el papel, y tu consciente que, si bien sabe que acabará doblegándose, intenta no sacar demasiados muertos de debajo de la alfombra, matizando con lenguaje literario la descarnada realidad que pugna por salir. En estas ocasiones, no es lo que dices, sino cómo lo dices, lo que te conducirá al resultado final.

Así, pues, para que esta lucha tenga sentido, solo puede haber un ganador: el texto, y secundariamente, el lector. El autor termina, en muchos casos, extenuado, desnudo y solo, tras recorrer caminos de perdición por lugares que, en su mayoría, le eran desconocidos, aunque estuvieran en él. Descubriendo que todos llevamos dentro más de lo que podemos admitir y abriendo puertas que, quizá, hubieran debido permanecer cerradas.

Esto es lo que convierte la lectura en algo apasionante. El escritor entrega las palabras domadas, para que el lector, al contrario de lo que muchas veces le ha ocurrido a él, no se haga daño. Para que diseccione la obra y vea su interior, como se admira cualquier otra obra de arte, buscando qué nos transmite.

Así, pues, lean. Alguien abrió su corazón y su alma para que pudieran hacerlo. No menosprecien ese privilegio.

@elvillano1970


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