“Que los favorecidos por los astros se jacten de sus títulos y honores, en tanto yo, privado de estos fastos, disfruto por aventura de otros dones”. William Shakespeare

Cada vez que viajo a París, cada vez que planeo mi itinerario, en un cementerio he de estar. Por razones personales tengo que visitar el de Montparnasse y el Pére-Lachaise, debido a que en el vecindario de Montparnasse reposan: Vallejo, Cortázar, Fuentes y Baudelaire. Y en el Pére-Lachaise están Oscar Wilde y otros más. Sin embargo, en todas mis visitas no hago ningún ritual, no llevo ninguna ofrenda, como hacen las personas que van a visitar a estos personajes, que en su momento eran el centro de atención de los periodistas y no periodistas de todo el mundo.

Simplemente voy a caminar por el cementerio. Andando entre tumbas ajenas, descubro otras que no había visto, como por ejemplo la de Guy de Maupassant en mi última visita. Y así entretengo la vista, caminando entre tumbas. Algo raro para esta época. “¿Busca a algún familiar?”, me preguntó un empleado del cementerio: “No, solo camino”, le respondí y el hombre me replicó con una mirada de confusión.

¿Por qué camino entre tumbas en París? Mi primera visita la hice por simple turismo y luego se volvió costumbre, pensando que algún día seré yo quien estaré enterrado en cualquier cementerio de Europa o de mi país, si corro con suerte. Puede sonar un poco truculento lo que estoy diciendo, pero es la verdad; a todos, sin excepción, nos llegará la hora del juicio final, donde los egos no existen. ¿Y para qué? Solo los vivos necesitan de los egos montañosos; los muertos no. Los únicos que piensan que son unos genios y creen que son mejores son los vivos.

El hábitat natural de algunos escritores en estos tiempos es el reino de los egos.  Tuve la oportunidad de hablar con el escritor español, popularmente conocido, Fernando Sánchez Drago; de pluma exquisita, centenares de libros publicados, reconocido en toda España, exitoso en todo lo que hace. Un día, en una feria del libro, presentando su nuevo libro, Drago se vistió con una camisa negra que decía en el centro de su pecho: “No soy nadie”. Drago era él, sin máscaras, sin poses, sin egos; en resumidas cuentas, era él mismo. Era lo suficientemente inteligente y sabía desde muchos años atrás que la clave consiste en eso, ser uno mismo. Y que la perfección no está en acumular o poseer cosas externas, con un ego ridículo.

Caminar por esos cementerios me recuerda que uno no es tan importante como para tomarse en serio. De hecho, uno no es nada importante. El gran aprendizaje de la vida, de los libros, es el no ego. Podemos engañarnos y creernos el cuento de que uno es alguien por cual y tal diploma o “Premio”; pero en realidad no somos nada. He conocido a poetas y escritores cuyos egos son más grandes que sus obras. Por eso, cuando el ego quiere atacar por cualquier lado minúsculo, pienso en los cementerios en los que he caminado y sigo siendo yo, como si nada.


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