Esto sucedía en el año 2003:

«El presidente del Tribunal Supremo de Justicia, Iván Rincón, y el jefe del Consejo Nacional Electoral, Francisco Carrasquero, son algunas de las víctimas de las protestas opositoras, conocidas como «cacerolazos», que debieron irse a vivir a un club militar de la capital para evitar el asedio opositor.»

«»Yo soy un hombre de temple, pero creo que ese acto del cacerolazo está reñido con… la ética», declaró Carrasquero al fustigar el «cacerolazo» que hicieron manifestantes opositores el pasado 13 de septiembre frente a su residencia ubicada en la ciudad de Maracaibo, que está a 500 kilómetros al oeste de Caracas.»

En aquellos años, los «cacelorazos» se presentaban como manifestaciones colectivas espontáneas de protesta. Con toda franqueza, no recuerdo haber oído un «cacerolazo» antes del año 2000 así como tampoco el «tintineo» de vasos en restaurantes ni en aviones.

La respuesta «ética» de los «refugiados» en el Círculo Militar de Caracas fue la creación de la norma contra el escrache que se materializó el 16 de marzo de 2005 con la publicación en la Gaceta Oficial de la Ley de Reforma Parcial del Código Penal, uno de cuyos artículos (el 506) sanciona a «…todo el que con gritos o vociferaciones, con abuso de campanas u otros instrumentos, o valiéndose de ejercicios o medios ruidosos, haya perturbado las reuniones públicas o las ocupaciones o reposo de los ciudadanos y ciudadanas en su hogar, sitio de trabajo, vía pública, sitio de esparcimiento, recintos públicos, privados, aeronaves o cualquier medio de transporte público, privado o masivo…».

Se consideraba agravado «si el hecho ha sido cometido contra la persona del vicepresidente ejecutivo de la República, de alguno de los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, un ministro del Despacho, diputado o diputada a la Asamblea Nacional, de los Consejos Legislativos de los estados, alcaldes, de rector o rectora del Consejo Nacional Electoral, o procurador general o fiscal general o contralor general de la República, o gobernadores de estado. [Sic.] En la persona de algún miembro de la Fuerza Armada Nacional, de la policía o de algún otro funcionario,..».

Hoy los «cacelorazos» y el escrache desaparecieron. Igual desparecieron las concentraciones en lugares públicos y las marchas de protesta. 20 años de represión han producido sus efectos y cambios. Igual número de años de empobrecimiento impiden también que, quienes alguna vez podían asistir a actos culturales, espectáculos públicos de recreación o entretenimiento, restaurantes y hasta areperas, ahora no puedan hacerlo.

El público que ahora asiste a tales actos, espectáculos, eventos o locales –de siempre o nuevos– es diferente, despliegan un nivel de gastos extraordinario tanto en los medios de transporte, las escoltas, el vestuario, los consumos y los medios de pago. Conductas nunca vistas anteriormente salvo por muy contadas y escasas excepciones que, además, se reproducen a ritmo acelerado ya no solo en locales comerciales sino también en inmuebles residenciales –propios o de terceras personas– protegidos por personal armado militar, policial o particular. No me refiero a los eventos en parques nacionales o islas porque no me constan personalmente.

Casi 12 años después de la reforma del Código Penal del 2005 (que ya establecía el hecho punible de la instigación al odio en el artículo 285: «Quien instigare a la desobediencia de las leyes o al odio entre sus habitantes o hiciere apología de hechos que la ley prevé como delitos, de modo que ponga en peligro la tranquilidad pública, será castigado con prisión de tres años a seis años.»), la dizque Asamblea Nacional Constituyente reforzó la «ética» y publicó –que no promulgó– una «Ley Constitucional Contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia» que ni es ley ni es constitucional ni esta figura de «ley constitucional» está contemplada en ninguna parte y que excedió las facultades de la supuesta asamblea constituyente que pasó al olvido por la puerta trasera sin siquiera intentar cumplir con lo sí era su supuesto objetivo. Esto ocurrió hace poco más de cinco años: el 10 de noviembre de 2017. Este detalle no hay que olvidarlo: no lograron que esa asamblea constituyente lograra sus objetivos.

Tome en consideración un detalle: los delitos de odio son de la competencia de «tribunales especiales con competencia en casos vinculados con delitos asociados al terrorismo». Así que imagínese la gravedad de los delitos que conocen esos tribunales. Y la sanción no es poca cosa: si se encuentra presente una circunstancia agravante, la sanción es automáticamente de 20 años de prisión; o sea: el límite máximo.

Desde 2017 y con mucha razón pues la ausencia de oportunidades y las presiones psicológicas son brutales, rudas, intolerables, continuas y persistentes–, la sumisión, aquiescencia, asenso, consentimiento, rendición, desistimiento, cooperación, complicidad, aprovechamiento, acercamiento, temor, autocensura y el modo de vida en nivel de supervivencia han afectado los otrora anhelos de libertad. Y empeorará.

Hago un reconocimiento a quienes –teniendo o no oportunidades– se han residenciado en otras naciones porque –aparte de ser su derecho personalísimo– han preferido desarrollar sus habilidades y facultades en ambientes propicios y deslastrarse del mordaz condicionamiento de sus resultados a la convivencia con personajes o instituciones opacas. No se diga de aquellos que permanecen con vida gracias a los servicios de salud que reciben y que ya no existen en nuestro país.

Escribo antes del 29 de diciembre. Espero de todo corazón que en la sesión de la Asamblea Nacional priven el bien común y la sensatez sobre los intereses –individuales o particulares– y que los diputados voten de acuerdo con su conciencia y libres de toda obligación de obediencia por disciplina partidista.

Dios guarde a V. E. muchos años.

@Nash_Axelrod.


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