La Venezuela de nuestros días aciagos discurre atrapada entre la ruina económica, las ingentes carencias y penurias de los menos favorecidos, la precariedad de los valores éticos –alarmante entre quienes ejercen la función pública–, que escasamente infunden buenos ejemplos de comportamiento ciudadano y, por encima de todo, la insuficiencia de un liderazgo genuino que despierte y que además sostenga con la verdad y con sentido práctico, la esperanza de mejores tiempos por venir.

Pedir a los personeros del régimen que actúen con arreglo a virtudes políticas que no poseen es una impertinencia; también lo es requerir de la oposición una habilidad articulada en el consenso de todos sus dirigentes y voceros, a veces alejados del verdadero interés general por cuestiones de carácter personalista. Naturalmente, siempre habrá honrosas excepciones a lo previamente apuntado. Y mientras se afianza tal eventualidad, se agota irremisiblemente el patrimonio público, en desmedro del venezolano de a pie, del que apenas cuenta con su capacidad y voluntad de trabajar honradamente en procura del indispensable sustento para su familia. De otro lado, a duras penas sobrevive un exangüe patrimonio privado, desde siempre dispuesto a jugarlo todo por el país, como demuestran numerosas empresas que con fe y optimismo mantienen su marcha en medio de tantas contrariedades.

El régimen se sostiene en lo mediático, en la insistencia dogmática de alimentar modelos y acciones de comprobada inviabilidad, en el oportunismo que no cesa, mientras se agravan los problemas que agobian a una población desasistida, empobrecida y arrinconada por el miedo. Alguien habría dicho con razón que encarar esta realidad a través de los medios sería baladí; es el terreno que controlan quienes apenas pueden aferrarse a los símbolos del poder público. Y esto último porque en realidad no gobiernan, si es que por ello habremos de entender el eficaz, equilibrado y legítimo ejercicio de la autoridad, encaminada a superar dificultades y a proveer lo necesario para el bienestar de la gente. Casi todo es inverosímil, maquinado en la fábula de quien dice que puede y en verdad no es capaz de proveer resultados indispensables para preservar la vida misma –y no es meramente asunto de hacerla placentera–; antes bien, arrebata con la muerte las mínimas esperanzas de muchos, como ha señalado con insistencia el padre Ugalde en sus copiosos e inteligentes escritos.

Pero tanta precariedad ciertamente anticipa un cambio que aún no sabemos cómo ni cuándo habrá de sorprendernos. Por ahora prevalecen la incertidumbre y el miedo –en ambos lados de la mesa del supuesto diálogo y negociación, sin duda–, tanto como la desinformación que a diario divulgan las redes sociales, nunca dispensadas de punzantes descalificaciones para con el liderazgo opositor –para con los del régimen, parece que solo desdoblan resignación impotente entre quienes de hecho se sienten damnificados–. Errores a veces de percepción que algo tienen que ver con tantas angustias existenciales o con la aparente falta de estrategia que desanima las marchas y concentraciones opositoras de la ciudad capital. Ya lo habíamos dicho en anterior entrega: es muy fácil criticar a quienes se juegan la vida y la tranquilidad de su hogar doméstico por una causa que enaltece, que es exigente, compleja, riesgosa. Ante todo, merecen reconocimiento.

En tan prolongado y escabroso proceso político, el empresariado venezolano viene desempeñando un papel de singular importancia. Mantener empresas en marcha es poco menos que un milagro derivado de la constancia y espíritu de lucha de nuestros emprendedores. Un merecido reconocimiento a los trabajadores que se muestran ávidos de oportunidades para surgir con su propio esfuerzo y no con las dádivas humillantes que limitadamente son perceptibles para las grandes mayorías que sufren la escasez de bienes y servicios básicos. Es así como el empresario afianza el valor del trabajo remunerado y estable en el tiempo, mientras el gobierno lo permita, naturalmente. Huelga un marco regulatorio adecuado a nuestras realidades, que sea estimulante de la libre competencia en los distintos campos de la economía. Solo la imprescindible reinstitucionalización del país devolverá la confianza a los agentes económicos, alentando la inversión privada y la creación de nuevas fuentes de empleo.

Venezuela goza de ventajas competitivas que pueden y deben aprovecharse en beneficio de todos y no de unos pocos que se aferran al poder público –incluidos sus cómplices, que son muchos y sobre todo advenedizos de oficio–. Y todo ello, incluidas las apremiantes reaperturas de espacios para la inversión privada, debe acometerse de manera realista, inteligente y políticamente viable. Aquí proceden los mecanismos compensatorios para los menos favorecidos, al momento de implementar programas de ajuste macroeconómico que de suyo estrangulan el presupuesto familiar. Pero si queremos reanimar la esperanza en un país de posibilidades, estimo inevitable retomar el debate de las ideas, tal como sugerimos en este mismo espacio de opinión hace algunos meses. Si nos mantenemos aferrados a los dogmas, sin atemperar sus alcances ni asumir como impracticables sus medidas en materia económica y fiscal, no vamos a salir adelante. Cualquier programa que se proponga, si ha de correr sobre esas mismas roscas ideológicas de tiempos perdidos, nos llevará una vez más a la frustración y al fracaso.

Y una última reflexión: aquí no se trata de enrostrarle a nadie el fracaso de los últimos lustros, algo que no solo carece de sentido práctico, sino que además terminaría por exaltar los ánimos de quienes, de buena fe, han creído en ello. Es hora de mirar hacia adelante, sin que ello sea óbice para exigir responsabilidades cuando corresponda. El modelo rentista y dependiente de los precios internacionales de los hidrocarburos ha colapsado, pero aún se mantiene vigente en Venezuela. Transformarlo en un modelo productivo soportado en las aludidas ventajas competitivas es el reto que nos es dado afrontar. Y en ese orden de ideas necesitamos asegurar un clima de estabilidad política que trascienda el curso de las próximas dos décadas; esto no se equilibra ni se potencia en el lapso de un solo lustro. En caso contrario, seguiremos el pérfido curso de marchas y contramarchas, como demuestran los hechos acumulados en los últimos cincuenta años de vida venezolana.


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