Hace unos veinte años por lo menos -yo era entonces vicepresidente del Parlamento Europeo y miembro muy activo de su Comisión de Industria y Energía-, fui invitado por una prestigiosa Escuela de Negocios de Barcelona a una conferencia magistral de Al Gore, el ex vicepresidente de Estados Unidos y fallido candidato presidencial, sobre cambio climático, basada en su célebre documental An incovenient truth (Una verdad incómoda). Gore, tras perder por un escaso margen las elecciones ante George W. Bush, se reinventó como activista medioambiental y, en particular, como profeta del calentamiento global y de las consecuencias catastróficas que aguardaban al planeta si no se tomaban medidas drásticas de inmediato para frenar tan amenazante desastre. Confieso que quedé, al igual que el resto de la selecta audiencia, muy impresionado por lo espectacular de las imágenes, la contundencia de los gráficos y la aparente solidez de los argumentos de Gore, que, obviamente, percibió una fabulosa suma por el par de horas que nos dedicó dentro de su periplo mundial de promoción de su inquietante tesis.

Después de aquel acontecimiento académico-publicitario de carácter iniciático he tenido ocasión, tanto en mis quince años en la Eurocámara, como posteriormente, de leer abundantemente sobre la cuestión y de asistir a unas cuantas conferencias y reuniones centradas en este tema, entre ellas, la COP13, que se celebró en Bali en diciembre de 2007 y en la que participé como cabeza de la Delegación del Parlamento Europeo. En el transcurso de este largo período he tenido ocasión de escuchar y de intercambiar impresiones con numerosos expertos en clima. física atmosférica, oceanografía, paleoclimatología, modelos matemáticos de predicción, economía del desarrollo, energía y otras varias disciplinas relacionadas con un área tan sensible social y políticamente.

La primera conclusión a la que he llegado es que el gran público, la inmensa mayoría de los periodistas que escriben sobre este asunto y la práctica totalidad de los políticos que pontifican al respecto, carecen de los conocimientos científicos elementales necesarios para entender este fenómeno. Desde que siguiendo por televisión el debate durante la campaña presidencial francesa de 2007 entre Ségoléne Royal y Nicolas Sarkozy comprobé estupefacto que ninguno de los dos sabía qué porcentaje de la producción total de electricidad de su país era de origen nuclear -30% dijo ella, 50% afirmó él-, mi confianza en el rigor intelectual de los representantes electos del pueblo, incluidos los de máximo nivel, experimentó un serio deterioro.

La segunda es que una rama de la ciencia a la que los gobiernos dedican cantidades ingentes de dinero -4.000 millones de dólares al año sólo en Estados Unidos- genera un conjunto de intereses creados entre la comunidad investigadora que es bastante probable que nuble su objetividad y preste cierto sesgo a los resultados de sus trabajos.

La tercera radica en que toda la labor científica sobre cambio climático está desde su origen en los años setenta contaminada por la política. El hecho de que Margaret Thatcher quisiera acabar con el poder de los sindicatos británicos de la minería del carbón y con la dependencia occidental del petróleo de las monarquías del Golfo favoreció sin duda el arranque de este movimiento masivo actual en favor de la descarbonización de la economía global. Por otra parte, la izquierda, tras la caída del Muro de Berlín y, con él de los fundamentos doctrinales de su cosmovisión, encontró en la lucha contra el aumento de la temperatura atmosférica una nueva y eficaz forma de hacer la vida difícil a su detestado capitalismo.

La cuarta se refiere a los países en vías de desarrollo, a los que las élites occidentales los disuaden de aprovechar sus reservas de combustibles fósiles y los animan a obtener la electricidad de fuentes renovables, caras, intermitentes e insuficientes. El tercio de la humanidad sin acceso a energía eléctrica tiene derecho a consumir petróleo, gas y carbón hasta alcanzar la renta per cápita de las naciones ricas. Para permitirse el lujo de descarbonizar primero hay que industrializarse y crecer. Impedir que en África recurran a las energías no renovables demuestra que la condición de progresista en Europa o en Norteamérica puede resultar inhumana porque es fácil evangelizar desde una esperanza de vida de ochenta años a sociedades que apenas alcanzan los sesenta.

la quinta consiste en que no hay pruebas fehacientes de que el calentamiento global del último medio siglo, que es innegable, guarde una correlación causa-efecto con la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera de origen antropogénico, sino que lo que sucede es más bien lo contrario, es decir, que el aumento de este gas sigue a un calentamiento provocado por otros motivos, muy concretamente la actividad solar y su influencia sobre la presencia de vapor de agua, que es el principal gas de invernadero.

Por supuesto, no es mi intención detallar aquí una explicación pormenorizada de las afirmaciones anteriores, entre otras razones para no hacer este texto anómalamente largo, pero sí animo a aquellos de mis lectores que se hayan escandalizado por su contenido a que se informen más allá de los informes oficiales del IPCC de Naciones Unidas y de las monsergas que los integrantes de la clase política, con algunas excepciones voluntariosas, repiten como papagayos. Si lo hacen, verán que los planteamientos políticamente correctos sobre el cambio climático presentan numerosas contradicciones, inconsistencias y no son coincidentes con la evidencia empírica. Cabe la seria sospecha de que nos hemos lanzado a una reducción de las emisiones de dióxido de carbono que, además de ruinosa, no va a conseguir los objetivos perseguidos. En definitiva, que la verdad incómoda de Al Gore no sólo es muy posible que de verdad tenga poco, sino que nos ha embarcado en un error fatal del que saldremos tarde y malparados.

Artículo publicado en vozpopuli.com


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