No cabe duda de que la política es una actividad difícil que requiere de creatividad, paciencia y flexibilidad. La coexistencia de todas estas condiciones atenta muchas veces contra la coherencia y –peor todavía– contra la moral. Ejemplo de lo que se afirma es el escandaloso episodio de la seudonegociación revelada esta semana entre el régimen usurpador y una oposición cuya inexistente representatividad descalifica todo lo actuado.

El episodio que se acaba de conocer revela en forma indubitable que la palabra “negociación” para quienes hoy detentan el aparato administrativo del Estado solo significa ganar tiempo y más tiempo en la permanencia ilegal e ilegítima en el poder. Para quienes alguna vez pudimos albergar esperanzas en los procesos de acercamiento anteriores (Santo Domingo, Oslo, Barbados, etc.) ha quedado supremamente claro que todo aquello no era sino maniobras dilatorias administradas con diabólica habilidad por quienes no tienen ningún otro objetivo que no sea la preservación del poder y sus beneficios. De ahora en adelante será difícil poner esperanza en cualquier iniciativa que pueda surgir en el futuro.

Sin embargo, la terca realidad nos muestra que ninguno de los bandos opuestos está en condiciones de someter al otro. En eso estamos al menos desde 2014 sin haber logrado resultado alguno en el campo interno. Cierto es que a nivel internacional y especialmente continental la oposición democrática ha conseguido un apoyo muy importante, pero más centrado en declaraciones que en acciones. Las sanciones nominalmente impuestas por muchos Estados no pasan de ser saludos a la bandera, a excepción de las del gobierno norteamericano, que son las únicas que afectan aspectos importantes de la economía nacional, además de los intereses personales de quienes se han lucrado con la situación.

Lo triste del asunto es que las sanciones que sí tienen consecuencias son justamente las que afectan al pueblo en su conjunto, puesto que los responsables seguramente ya han resuelto su situación patrimonial en otras latitudes. Así, pues, quien poco o nada tiene que ver con el fracaso de la tal “revolución” es quien debe arreglarse con un salario de miseria, correr de un lado a otro en busca de alimento, padecer los cortes eléctricos, el colapso del sistema de salud, etc.

Para estas mayorías las sanciones son una cosa mala y por eso la insistencia de Maduro & Cía. por lograr el cese de las mismas tiene rentabilidad política, pero si  ellas cesaran el gobierno se consolidaría y seguiríamos sometidos a los abusos y excesos que son carta de presentación de la usurpación. Así, pues, la terrible disyuntiva que arropa a las mayorías de a pie es definir si vale la pena hacer el esfuerzo final para lograr los cambios que el país precisa o si la impostergable necesidad de tener comida en la mesa familiar requiere someterse a la situación. En términos más crudos: ¿qué va primero, democracia o supervivencia?

La contradicción se presenta en que las sanciones internacionales –y especialmente norteamericanas– se establecen con el objeto de producir un cambio que alivie la situación que se vive, pero el resultado inmediato es que las mismas incrementan el sufrimiento hasta que la movilización y la rebelión no cobre la fuerza necesaria para producir un desenlace. Es evidente que en Venezuela tales condiciones no se dan en estos momentos, fundamentalmente por el temor que genera la brutal represión de todo intento de protesta.

En todo caso, quienes hoy dirigen el esfuerzo opositor deben tener claro que la principal aspiración de las mayorías es la satisfacción de las necesidades básicas antes que la restitución de la democracia. Al día de hoy “caja CLAP mata Constitución”, así de feo y cruel como suena.

De todas maneras es necesario que los muchos que aún creemos en la necesidad e inevitabilidad de una nueva y mejor Venezuela sigamos ocupando y defendiendo las posiciones obtenidas. Para ello la gestión internacional es determinante, pero sabiendo que no podrá mantenerse ni incrementarse si a lo interno no existe una decidida movilización.


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