El 24 de febrero se cumplió un año de la invasión criminal rusa a Ucrania. La tragedia infligida cruelmente al pueblo ucraniano pone de manifiesto la naturaleza del poder autocrático de Putin, enraizado en una oligarquía corrupta cuyas ramificaciones se extienden dentro y fuera de su país. Impone sus intereses con la “razón de la fuerza”, en desapego a las reglas de juego acordadas para su prosecución con la fuerza de la razón. No hay límite a sus pretensiones. Gusta imaginarse cumpliendo una misión histórica inobjetable, la de rescatar la grandiosidad de la Rusia de los zares o como eje de la todopoderosa URSS. Obsesionado por tal cometido no ha vacilado, en pleno siglo XXI, a desatar de nuevo el horror de las guerras de conquista de antaño, violando la normativa para la convivencia consensuada con paciencia luego de la II Guerra Mundial, que buscaba impedir su retorno. Obvio que, de triunfar el agresor, las posibilidades que ofrece la democracia liberal para la preservación de los derechos humanos dentro del concierto de naciones se verán seriamente amenazadas. ¿Prevalecerá la ley del más fuerte?

Las características de autocracias como esa han sido analizadas con perspicacia por Moisés Naím en su libro La revancha de los poderosos, así como en artículos de la renombrada periodista Anne Applebaum, entre otros. Sus mecanismos para acceder y consolidarse en el poder los resume Naím en el ejercicio de las tres “P”: Populismo, Polarización y Posverdad. Sin duda conocer de cerca la tragedia venezolana le ha sido de utilidad para llegar a tal síntesis: muchos de los atropellos desplegados hoy por Putin encuentran antecedente en estos largos años de chavo-madurismo. Más allá, identifican también a otros regímenes, conocidos por desplegar abusos parecidos, notoriamente las teocracias del Medio Oriente. De manera cada vez más preocupante, empero, se asoman, igualmente, en países que se creían asociados a la cultura democrática liberal de Occidente. Que gobiernos como los de Turquía, Hungría, Polonia e, incluso, la India, terminen deslizándose hacia la conformación de autocracias parecidas es, sin duda, objeto de preocupación para el avance de las libertades en el mundo.

Putin escenificó hace unos días la celebración de su agresión en un enorme estadio de fútbol en Moscú, acarreando un público alabancioso en autobuses, con el embeleso de tretas histriónicas como las que nos tenía acostumbrados el “eterno”. El relato es también muy similar: la convocatoria a los patriotas para defender al país contra una arremetida enemiga que le niega a Rusia el papel que le corresponde en el mundo. En esta narrativa, el país agresor es proyectado como el agredido. La OTAN, al entregar armas al gobierno de Zelenski, desató una guerra contra la Madre Rusia. El llamado, por tanto, es a defenderla a como dé lugar, así sea destruyendo vidas y las condiciones de existencia de quienes, hasta poco, identificaba como étnicamente rusos, hermanos que era menester liberar de la opresión “nazi” (¡!). Y, para completar su circo, exhibió en el escenario niños ucranianos sustraídos de las ruinas de la ciudad ucraniana de Mariúpol, destrozada y luego capturada por el bestial bombardeo ruso.

Putin proyecta su agresión como si se tratase de una cruzada salvadora contra la depravación del mundo occidental y obtiene, con ello, la bendición del patriarca Kirill, máximo representante de la Iglesia Ortodoxa rusa. Éste no titubeó en afirmar que el sacrificio «en el cumplimiento del deber militar» en la guerra contra Ucrania “lava los pecados». En este orden, ¿qué importa destruir escuelas, hospitales, viviendas e instalaciones de generación eléctrica? Se trata de defender el orden, la moral y los valores sempiternos que Rusia ha sabido preservar. No puede sorprendernos, viniendo de donde viene, que se afirme que los ataques genocidas a la población ucraniana ¡son obra del propio gobierno de aquel país!

Los crímenes de guerra cometidos por tropas rusas en Bucha, Mariúpol, Chérnigiv y otras poblaciones –centenares de muertos civiles acribillados– no serían tal en este imaginario. En la más diabólica asunción de la neolengua orwelliana, pasarían como gajes de esta guerra santa y patriótica: “La Guerra es la Paz”. Se le atribuye a Stalin haber afirmado que la muerte de una persona es una tragedia para sus deudos; la muerte de miles, sin embargo, es una estadística. Putin, con razón, busca retratarse como si asumir el rol de tan terrible antecesor demostrase su voluntad inquebrantable de defender la Rusia eterna. Viene a la mente la imagen de Maduro en 2014, cuando se hizo filmar bailando mientras que en la calle, militares y bandas fascistas asesinaban a manifestantes desarmados.

En otro plano, se ha hecho notoria en la agresión imperialista rusa a Ucrania, el uso de tropas mercenarias bajo el mando de poderosos oligarcas amigos de Putin. El más conocido, aunque no es el único, es el Grupo Wagner, que reclutó miles de presidiarios prometiéndoles la remisión de sus penas si acudían como reclutas a pelear contra Ucrania. Este grupo ya había adquirido fama como contratistas del carnicero de Siria, Bashar al-Assad, para aplastar a la rebelión en su contra, así como por su participación en la guerra civil en Libia y en los conflictos en el centro de África por el control de la comercialización de minerales y metales preciosos. Mientras, se criminaliza, con abultadas penas de prisión, a todo ruso que proteste contra la brutal agresión conducida por su presidente contra un país vecino y se terminan por cerrar los últimos vestigios de medios de comunicación críticos. Notorio también ha sido el envenenamiento de prominentes figuras contrarias a Putin y/o su misteriosa desaparición.

En Venezuela es patente que la explotación (ilegal) de oro, coltán, diamantes y otros minerales sea disputada entre el ELN colombiano y los llamados “sindicatos mineros”, con las exacciones de rigor de militares cómplices. La existencia de mafias depredadoras en algunos ámbitos de la FAN, asociadas con bandas criminales para explotar toda suerte de ilícitos, pone de manifiesto la descomposición que corroe las instituciones de un país cuando es desmantelado el Estado de Derecho.

Pero no se trata solo de similitudes o de simpatías por compartir posturas contrarias a la democracia liberal. Son los acuerdos que se han venido adelantando para colocar a Venezuela –y a otros países latinoamericanos, léase Nicaragua y Cuba—bajo la esfera de influencia rusa. Recordemos la presencia de tropas y bombarderos militares rusos hace poco en el país. Son expresión de las ambiciones de poder global de Putin, que no acepta que su país sea relegado a ser una potencia de segunda. De ahí las amenazas solapadas de su chantaje nuclear contra aquellos que se le oponen. Guardando las distancias, nos recuerda la conducta de connotados jerarcas del régimen de asomar deliberadamente la amenaza contra toda crítica, para salirse con la suya. ¡Con el mazo dando!

Es menester que la ofensiva imperialista de Putin en Ucrania sea derrotada y ese martirizado país pueda disfrutar de las posibilidades de avanzar, en democracia y en libertad, con su reconstrucción plena. El trágico error del primer ministro inglés de la época, Neville Chamberlain, junto al de Francia, Edouard Daladier, de creer que apaciguaban a Hitler cediéndole el territorio checo de los Sudetes que reclamaba, no puede repetirse hoy. Señal tan clara de que los países rivales cederían ante la amenaza de la fuerza desató, como sabemos, la peor guerra que ha conocido la humanidad. Hoy no puede cederse ante las ansias de expansión de su homólogo eslavo en Rusia. Está en juego la preservación de la democracia liberal como eje de la paz, la libertad y la convivencia del mundo actual.

Derrotar a Putin, deberá incidir también en que Maduro y sus cómplices militares entiendan que no basta ya con la “razón” de la fuerza para continuar imponiéndose. Ojalá contribuya a abrir las puertas a un acuerdo con la oposición para restituir los derechos que permitan el cambio político deseado, en paz.

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