Desde hace un par de meses venimos observando la fluidez de la situación política en América Latina. Hasta ahora el fenómeno se había expresado en distintas manifestaciones de inquietud y violencia generada en países que vienen transitando la vía democrática, no afectos al “socialismo del siglo XXI” ni al discurso confrontacional originado en Caracas. Chile, Colombia y Ecuador enfrentan disturbios mientras Argentina parece haber decidido retomar el rumbo suicida, pero a través de elecciones certificadamente transparentes. Obviamente Cuba, Nicaragua y Bolivia se mantenían exentas de aquellos remezones mientras desde Miraflores el capitoste local anunciaba “urbi et orbi” que el plan recientemente convenido en la reunión caraqueña del Foro de Sao Paulo venía marchando sobre rieles.

Lo cierto y concreto es que en el lugar donde menos se creía que pudiera originarse una protesta exitosa capaz de sacudir estructuras fue allí, en Bolivia, donde ocurrió lo impensable y sorpresivo. En pocos días una burda trampa electoral generó la chispa que encendió una movilización con suficiente masa crítica y decisión como para desalojar del poder a uno de los íconos de lo que los nuevos “libertadores continentales” dan en llamar la “patria grande”. Quien esto escribe confiesa con algo de vergüenza pero sin rubor que en sus cálculos y análisis no figuraba el evento que vino a dar al traste con Evo Morales.

En efecto, a diferencia de otros portavoces de la ideología trasnochada a la que bautizaron nada menos que con el nombre de nuestro Libertador, Evo se había caracterizado por hablar muchas estupideces pero hacer pocas. Por razón del ciclo mundial favorable a los altos precios de las materias primas, mas una conducción bastante razonable, el presidente boliviano tuvo algo positivo que mostrar en términos de recuperación económica, importante descenso de la pobreza crítica, mejora en los índices que miden la desigualdad social, etc., y todo ello dentro de un marco de relativa estabilidad política aun cuando teñida del autoritarismo que caracteriza a los “iluminados”. Muy diferente a sus conmilitones continentales cuyas ejecutorias poco arrojan de positivo.

Pero… parece que a los herederos de la civilización inca/quechua/aymara no les gusta que les hagan trampa. Así ocurrió en Perú en el año 2000, cuando Fujimori, quien había presidido una gestión económica particularmente exitosa, pretendió reelegirse acudiendo a la trampa electoral y desató con ello una reacción que terminó deponiéndolo. Hoy Evo, olvidando aquel antecedente, pretendió repetir la jugada con el resultado que ya conocemos.

De ese episodio hay varias lecciones que nos pueden servir. La primera de ellas es la imprescindible necesidad de que haya movilización interna. De poco sirve tener toda la presión internacional, las declaraciones del Grupo de Lima, Trump, el Parlamento Europeo o la Madre Teresa de Calcuta, si ello no es acompañado por la presencia de cientos de miles de personas en la calle manifestando en forma pacífica –sí– pero con la determinación cívica de lograr resultados. Cierto es que la motivación ha venido disminuyendo como consecuencia de la frustración de las expectativas y la creciente y brutal represión que se desata contra quienes se atreven a manifestar, pero no es menos cierto que no será desde el sofá de la casa viendo la televisión con su cervecita en la mano como se ejerce la presión necesaria. Miremos con respeto y admiración a los bolivianos y tomemos en cuenta su ejemplo a la hora de decidir en el día de hoy si asistir o no a la convocatoria que hace Guaidó.

La segunda lección es entender que la asistencia de la OEA y otros veedores que supervisen el proceso electoral es absolutamente indispensable para certificar la limpieza o no tanto de la elección en su día como de las etapas que conducen a ella. Evo tenía también su Tibisay complaciente que anunciaba las “tendencias irreversibles” que rápidamente le dieron el triunfo. De no haber sido por los veedores de la OEA que denunciaron el fraude, él tramposo se hubiese salido con la suya. De allí pues que afirmemos que en cualquier esquema que se negocie en Venezuela no puede existir posibilidad alguna de excluir la veeduría internacional imparcial, no la concurrencia de tarifados que certificarán lo que se les ponga por delante.

La tercera lección es comprender la necesidad de tener instituciones sólidas. En Bolivia, donde ha habido más golpes que años de independencia, se produjo una cascada de renuncias y vacancias que en esta oportunidad pudieron ser llenadas de conformidad con el armado constitucional, resultando en la juramentación de la senadora Añez, a quien por ley le corresponde hacerse cargo del Ejecutivo y convocar nuevas elecciones. Esperemos que esté a la altura.

Cuarta lección es tomar nota de que –al menos hasta hoy– los militares se mantuvieron ajenos al conflicto civil habiendo tan solo “sugerido” al Iluminado que se apartara del poder: lo cual “aceptó”, como hubiera dicho el inefable general Lucas Rincon aquella memorable tarde del 11 de abril de 2002. Hasta el momento de escribir estas líneas ningún militar está asumiendo el control de la situación. ¿En Bolivia? Sí, ¡en Bolivia!

Por los momentos Evo no ha podido emular la proeza de Jesucristo que resucitó al tercer día ni de Chávez que lo hizo al segundo. Seguramente lo intentará y es de anticipar que este evento pudiera desatar réplicas continentales, tanto más cuanto que en Brasil –peso pesado de la región– Lula  anda suelto, Bolsonaro ya da muestras de incapacidad para el desempeño de su cargo, Piñera hace equilibrio en la cuerda floja, Duque no está en su mejor momento y Lenín Moreno apenas si pudo sobrevivir el intento de derrocarlo.

Son momentos decisivos e históricos. Somos cada uno de nosotros en lo personal quienes debemos asumir las responsabilidades que se requieren para recuperar la patria y el continente.


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