Nayib Bukele
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El presidente de El Salvador, Najib Bukele, acaba de impulsar una acción cuya interpretación sugiere y hasta demanda un examen, toda vez que puede ser interpretada desde distintas aristas contradictorias.

En efecto, con motivo de las últimas elecciones legislativas habidas en aquel país, el partido Nuevas Ideas, orientado por el  popular mandatario, ha podido  por la vía democrática hacerse del control del Congreso de su país, además del Ejecutivo que ya detenta desde junio de 2019, cuando se impuso en primera vuelta con más del 53% de la votación popular por encima de las agrupaciones tradicionales.

Se trata de un hombre joven (39 años), carismático, parece que probo y seguramente bien intencionado. Su popularidad es evidente porque encarna la representación del cansancio y la antipolítica que viene agobiando a muchas sociedades, no solo de nuestro continente sino del mundo democrático en general.

Bukele representa al caudillo bien intencionado que viene a redimir a su pueblo de los muchos, ciertos, prolongados y graves problemas que sufre.

En política internacional el hombre ha expresado inequívoco  apoyo hacia el gobierno de Guaidó y la alternativa democrática venezolana lo cual lo convierte en un aliado valioso de nuestro propio esfuerzo.

Pero… hete aquí que el Sr. Bukele, quien ya venía asomando actitudes autoritarias, se ha valido de su triunfo legislativo para recurrir al uso de la atribución –que efectivamente tiene el Congreso– de destituir jueces para ejercerla y dejar cesantes a aquellos magistrados de la Corte Suprema y al fiscal general del país que constituyen un obstáculo o freno para decisiones políticas cuya buena intención no ponemos en juicio aquí.

Parece que la moda actual en el continente es la de que la rama ejecutiva de los gobiernos busque la manera de controlar –y si es posible someter– al Poder Judicial cuyos miembros –no siempre santos magistrados– suelen dificultar aquellas decisiones que exceden las atribuciones ejecutivas constitucionales. La necesidad de hacerlo así es muchas veces evidente, pero es el principio del equilibrio entre los poderes el que a largo plazo asegura las libertades democráticas (checks and balances lo denomina el derecho constitucional de Estados Unidos).

Si nosotros vemos la acción de Bukele nada más que como militantes que somos  de la oposición venezolana, la tendencia lógica es la de apoyar su autoritarismo basado en aquello de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”.

Si por el contrario analizamos el hecho desde la perspectiva de la democracia como sistema conveniente para todo el continente, pues entonces lo conducente es condenar esos excesos aun cuando se les pueda buscar una justificación de corto plazo. El gobierno del presidente Biden ha optado esta última actitud.

Lo mismo nos ocurre a los venezolanos con los golpes de Estado y sus gobiernos. Si son de centro o derecha muchos los ven justificables. Si son de izquierda deben ser por definición reprobables. En opinión de este columnista entendemos que golpe es golpe venga de donde venga y autoritarismo es autoritarismo sea cual sea su orientación o intención. Una cosa es gobernar con “autoridad” (como lo hizo Betancourt) y otra es caer en la caricatura  de la usurpación autoritaria que hoy despacha desde Miraflores.

Los venezolanos sabemos bastante de eso. En 1998 Chávez ganó limpiamente una elección en la que se presentó como mesías, redentor e iconoclasta ante el decadente cuadro que vivía Venezuela. Ganó con los votos de quienes se dejaron engañar por su discurso y también con los de aquellos que  deseaban castigar a un estamento político desconectado del pueblo al que decían servir. Luego utilizó las herramientas que esa democracia le proporcionaba para llevarnos donde estamos hoy cuando solo queda el autoritarismo arbitrario como sustento de un régimen que más bien incrementó todos los pasivos que prometió erradicar.

Sin ser ni pretender ser conocedores profundos de los intríngulis de la política de El Salvador y aun entendiendo la necesidad de adecentar el manejo de la cosa pública allí y en todas partes, tenemos presente cómo se desarrollaron las cosas en nuestro país cuando amplias mayorías ignoraron las señales de alerta. Por eso estimamos que los principios básicos de respeto a la institucionalidad democrática nos deben inclinar hacia el rechazo de las transgresiones al sistema.

Si a ver vamos, Hitler llevó a su país y al mundo a la hecatombe con la participación del Reichstag (Congreso), Chávez, Maduro, Ortega,  etc., llevaron o llevan ese mismo rumbo. Todos se apoyan en leyes interpretadas a su manera con la excusa de que representan la voluntad del pueblo al que cada vez menos consultan.


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