Si usted espera que hoy comentemos la inminente juramentación de Mr. Biden, pues se llevará una sorpresa. Muchos otros lo han hecho y lo están haciendo con mayor o menor acierto.

En cambio, nos atrevemos a proponer que en un mundo como el de hoy, inmerso en preocupaciones de carácter existencial que incluyen las de la extrema pobreza, supervivencia, solidaridad, pandemia, etc., sería razonable aspirar a que los dirigentes de las naciones se dediquen a abordar los grandes temas que comprometen la calidad de vida y futuro de sus pueblos.

Sin embargo, desafortunadamente observamos que la ociosidad, rayana en la banal estupidez, sigue atrayendo la atención de aquellos que mejor harían en buscar caminos de solución. La tendencia no solo no parece ceder sino que ocupa cada vez mayores lugares en el acontecer de los países.

Hace menos de dos décadas observábamos con estupor e indignada sorpresa cómo el “comandante eterno”, entonces en el cenit de su gloria y de su chequera, inventó aquello de quitar las estatuas de Colón de sus pedestales y rebautizar la fecha del 12 de octubre ahora con el nombre de “Día de la Resistencia Indígena”. Tal ocurrencia que rescataba resentimientos ya casi disueltos en el trajín de la historia parecía destinada tan solo al anecdotario del irreverente barinés cuando de pronto nos enteramos de que en Buenos Aires otra resentida –Cristina de Kirchner– optaba por copiar el intento de borrar una historia que –no exenta de sus activos y pasivos– ha sido y es la de nuestra América. Así siguieron algunos otros buscadores de pretextos para disimular las auténticas preocupaciones.

Esta misma semana hemos sido recordados por la prensa que el muy polémico y original presidente de México recordó al rey Felipe VI de España que aún espera respuesta a una carta escrita en 2019 en la que no solicitaba sino “exigía” una disculpa y reparación por los desmanes cometidos por los conquistadores de nuestro continente a lo largo de pasadas centurias con el objeto de lograr una reconciliación que –según López Obrador– sigue pendiente. Anunció igualmente la intención suya de pedir perdón a los pueblos originarios por las guerras y atrocidades genocidas cometidas contra ellos y contra los chinos. Debe ser que para el mandatario mexicano ese tema es prioritario en lugar de serlo el de la inseguridad, el narcotráfico, la inmigración, la pobreza, etc.

Cierto es también que otros importantes dirigentes mundiales han solicitado públicamente perdones por hechos de sus predecesores. Así lo hizo Hirohito, emperador del Japón, por los sanguinarios hechos perpetrados en China y el Pacífico; san Juan Pablo II por los excesos de la Iglesia, incluyendo la Inquisición; el gobierno alemán por el Holocausto, y varios otros más que –aunque tardíamente– creyeron en las bondades de la reconciliación.

Pero, como decimos en Venezuela, “bueno es cilantro pero no tanto…”. Ahora resulta que el tema parece salirse de madre cuando, por ejemplo, en Estados Unidos se resuelve por vía presupuestaria cambiar la denominación a lugares y bases militares tradicionales que ostenten el nombre de militares del bando secesionista en la Guerra Civil (186/65), o hasta el del legendario equipo de beisbol Indios de Cleveland cuya caracterización dicen puede resultar ofensiva a los antiguos pobladores o cuando se pretende –y consagra legalmente– en Nueva York el derecho de los padres a dejar en blanco el sexo del bebé recién nacido a fin de que más adelante sea el interesado quien llene ese casillero según la condición que albergue en su intimidad aun cuando en la Biblia (Génesis 1) se lee que Dios antes del séptimo día hizo al hombre a su imagen y semejanza y “varón y hembra los creó”.

Todo lo anterior no nos exime de comentar también en forma crítica los excesos perpetrados contra nuestra lengua castellana con la introducción de lenguaje pretendidamente neutro en términos del género masculino o femenino de las palabras, pese a las múltiples aclaratorias de la Real Academia que ha señalado la improcedencia de esa hipérbole lingüística.

A España debemos nuestro idioma, nuestra religión mayoritaria, proporción determinante de nuestra inmigración y consecuente carácter colectivo y –por si fuera poco- que hoy acoja  a varios cientos de miles de connacionales que allá han ido a parar por las desgraciadas circunstancias que arropan a nuestra patria.

Hasta a Dios se quiere quitar hoy de nuestro camino cuando se desincentiva su invocación en la escuela pública o cuando algún político trasnochado se niega a jurar su buen desempeño por los Santos Evangelios prefiriendo hacerlo sobre “esta moribunda Constitución”, como lo presenciamos en febrero de 1999 en la toma de posesión del héroe del Museo Militar… que ni siquiera alcanzó a ver el daño que dejó su insólito juramento.

 


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