I

De antemano les advierto que este artículo nada tiene que ver con el anterior, aunque era mi obligación por lo menos escribir el número II de mis cuentos de reportera.

Para que no queden en el aire, solo les cuento que en estos días conseguí varias de mis libretas telefónicas de trabajo. Ser reportera en tiempos anteriores al celular representaba tener una muy bien actualizada agenda de números.

En mi caso, tenía los de muchos políticos importantes, sus oficinas, sus casas y las de sus segundos frentes. Con toda discreción, por supuesto. No era periodista de chismes. Pero esa “biblia” se la dejé a Ernesto Villegas (sí, el mismo que viste y calza) como herencia cuando me fui de El Nuevo País.

II

Esto se trata del pan. En casa del doctor la arepa no era cosa de todos los días, aunque él profesaba un amor infinito por toda la cocina venezolana.

Digamos que su lado cosmopolita se demostraba en parte por su gusto por el buen pan. Y si los jóvenes de mi familia leen esto, pensarán que el doctor recorría medio mundo para conseguir uno que le pareciera digno, pero no.

Allá en los Altos Mirandinos, en donde el doctor estableció su casa y su consultorio, había muchas panaderías, la mayoría de portugueses. Él solía echar sus caminatas al final de la tarde hasta alguna de ellas y regresar con un pan gallego, de costra dura y dorada espolvoreada de harina; o un campesino alargado y crujiente pero con una miga suave y aireada por dentro. Cuando era cosa de todos los días, las infaltables canillas con sus cortes diagonales a todo lo largo.

Muchas veces calculaba la hora que le decían los portugueses que salía el pan y lo compraba caliente. Llegaban a casa sin el piquito porque se lo venía comiendo, y luego nosotros lo rematábamos con mantequilla.

Había una panadería que se llamaba La Estación, y él contaba que tenía muchos años en el mismo sitio en donde llegaba el tren a Los Teques. Quedaba algo retirada de casa pero igual íbamos los domingos a comprar pastelitos de un hojaldre espectacular, o bloques de chocolate.

“Pan de trigo”, ese era el favorito de mi padre, mi merienda del colegio, el desayuno o la cena. No puedo negar que para mí es una adicción, y mi papá me llamaba “Ana María Sandwich”.

III

¿Qué pasó con esos portugueses? ¿Por qué tiene que convertirse un buen pan en una exquisitez cuando en este país nos cansamos de comer tantos de buena calidad?

Ahora, si uno quiere un verdadero pan de concha dura, de masa madre, con miga aireada, tiene que comprarlo a un “especialista” que no se cansa de decirnos que lo hace con tan o cual procedimiento. Perdonen, como si yo no lo supiera.

Es que los venezolanos parece que olvidamos las cosas buenas que tuvimos. Parece que esta desgracia de régimen nos hubiera borrado de la memoria lo que nos hizo. Y no es porque yo sea una extremista que les echa la culpa de todo, pero ¿quién reguló el tamaño, el peso y el precio de la canilla?

¿Quién es el culpable del pan chicloso y horrendo con el que se ha tenido que conformar la gente?

Yo insisto, a mí nadie tiene que enseñarme de buenos panes. No es que quiera hacerlos, lo que quiero es ir a una panadería de las de antes, de las que había en mi infancia y pedirle al honesto panadero la magia de un pan humeante.


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