Pese a que destacados expertos han advertido la imposibilidad material y técnica de organizar unos comicios parlamentarios en menos de 5 meses, el régimen sigue impertérrito en la puesta en escena de su último movimiento para mantenerse a toda costa en el poder. El hecho, justamente, de que insista en llevarlos a cabo con extrema premura, existiendo una larga lista de impedimentos –uno más insalvable que el otro– deja a la vista que está en desarrollo un fraude, preparado con seguridad hasta en sus mínimos detalles en numerosas y largas salas situacionales.

La decisión –escandalosamente inconstitucional– del brazo electoral del régimen de aumentar en 100 el número de diputados, estableciendo nuevos porcentajes de elegidos por voto lista y elegidos por voto nominal, añade nuevos elementos a una elección de por sí compleja, y que exige mucho más tiempo de preparación que, por ejemplo, unos comicios presidenciales. Pero esto es solo un detalle menor cuando añadimos el conjunto de contrariedades y extremas limitaciones que entraña, para la participación libre y masiva del electorado, el caótico contexto actual del país, con la cuarentena radical por el coronavirus de por medio, así como la grave escasez de gasolina, la ausencia de ingresos fiscales y, particularmente, la crítica situación social de los venezolanos, reflejada en la reciente encuesta Encovi, que arroja que 80%  de la población está en condición de pobreza extrema.

Algunos de los opositores que creen y defienden honestamente la opción de participar en estos comicios (pues, de los señores de la mesita y de quienes forman parte del tinglado corrupto de la operación alacrán no tiene sentido ocuparse) mencionan con recurrencia los casos de dos dictaduras emblemáticas de América Latina, la de Marcos Pérez Jiménez y la de Augusto Pinochet,  cuyas caídas se produjeron o se desencadenaron gracias a procesos electorales. En el caso del dictador venezolano (admirado, por cierto, por Hugo Chávez) el fraudulento plebiscito de diciembre de 1957 generó, ciertamente, una vertiginosa cadena de acontecimientos que llevó a su salida del poder en enero del año siguiente. En el caso del dictador chileno, en cambio, no hubo fraude, sino que fue derrotado limpiamente en el referéndum convocado por él mismo en 1988 para que el país decidiera si quería que él continuara o no su mandato.

Ambos ejemplos, sin embargo, poco o nada sirven para ilustrar la situación venezolana porque se trata de regímenes cuya estirpe autoritaria es muy diferente a la existente en Venezuela en los tiempos actuales.  Si bien hay importantes diferencias de época y signo entre ellos (el gobierno del hombre de Michelena responde a un período donde todavía regían las políticas de sustitución de importaciones en nuestro continente, en cambio el período de Pinochet inauguró virtualmente en el mundo la era de los regímenes neoliberales; uno apeló más al nacionalismo que el otro) ambos fueron típicas dictaduras modernizantes de derecha, fieramente anticomunistas y antipopulistas, y con una escasa o nula capacidad para la organización política de masas, como es propio, naturalmente, de regímenes que recelan y estigmatizan a la política y a los políticos. No en balde, Pinochet prohibió toda actividad partidista desde su golpe en 1973 hasta 1987, cuando abrió cuidadosamente las compuertas para dar paso al referéndum establecido por la constitución que él mismo aprobó en 1980; Pérez Jiménez, como es sabido, solo permitió limitadas libertades a unos pocos partidos políticos.

En cambio, el chavimadurismo evolucionó, después de una etapa inicial signada por la democracia plebiscitaria, hacia una estirpe de regímenes autoritarios muy distinta: la de los regímenes totalitarios y de propensión totalitaria en general, basados –entre otros rasgos–  en la intensa movilización de masas, y en el protagonismo que tienen  partidos y otras formas de afiliación y organización de los distintos estratos poblacionales (algunos de ellos ilegales o semilegales y de carácter paramilitar). No hay que extrañarse que dictadores tan severos como Pérez Jiménez y Pinochet fuesen  enemigos de cualquier proceso electoral, y al respecto es muy ilustrativo de que hayan salido con las tablas en la cabeza cuando se enfrentaron a ellos (el uno en 1952 y 1957; el otro en 1988).

Los regímenes totalitarios, en cambio, adoran los procesos electorales, plebiscitarios y consultas exprés en general porque desarrollaron todo el instrumental y la logística para intimidar, dominar y manipular a las masas a su antojo. Ya sabemos que Hitler llegó al poder a través de las elecciones, gracias a que había constituido (bueno, más bien se había robado) un partido en 1921, y luego crearía otras formas eficaces para la movilización y el terror de masas.

Los bolcheviques (que antecedieron al nacionalsocialismo en la conformación de un modelo totalitario, según Arendt y la mayoría de los estudiosos) aunque no llegaron al poder mediante las elecciones, las impulsarían y organizarían con tal eficacia que de hecho los podemos considerar los padres de los fraudes electorales masivos y continuados. En efecto, después de perder las elecciones para la Constituyente (a la cual disolverían en su primera y única reunión) realizadas al poco tiempo de la toma del poder, aprendieron muy rápido la lección: no perderían en adelante ninguna confrontación electoral. Como demuestra Richard Pipes en su magnífica obra sobre la revolución rusa, el punto decisivo de esa disposición fue el fraude realizado en las elecciones para renovar los soviets en junio de 1918: al ser derrotados –nuevamente– por los socialistas revolucionarios (los eseristas) las anularon y expulsaron de los soviets a éstos y a todos los demás partidos, eliminando cualquier vestigio de pluralismo político y la posibilidad de la alternancia en el poder. En las subsiguientes comicios no tendrían nada que temer, pues depuraron los medios para controlar y manipular a su antojo todos los procesos electorales, consagrándolos incluso en la la constitución y las leyes.

La reciente confesión de uno de los rectores del CNE, Juan Carlos Delpino, de que se había arrebatado efectivamente el triunfo en Bolívar a Andrés Velásquez, revela lo que sabíamos desde hace cierto tiempo: que la deriva autoritaria del régimen transita la senda bolchevique y cubana, poniendo fin a los pocos elementos competitivos que quedaban al sistema político. Parece claro que fue a partir del triunfo de la oposición en las parlamentarias de 2015 que el régimen tuvo su punto de inflexión, es decir, cuando decidió que no perdería en adelante ninguna elección. No obstante, ya desde los tiempos de Chávez venía perfilándose esta disposición antidemocrática, cuando en 2007 el de Sabaneta solo aceptó a regañadientes la derrota del proyecto de reforma constitucional, y al año siguiente lanzó la iniciativa del referéndum para la reelección presidencial, burlando flagrantemente la voluntad popular expresada previamente.

Frente a este turbio y escabroso panorama que está planteado en los próximos meses (y no solo desde el punto de vista político sino desde el punto de vista social y económico), no cabe en forma alguna el desaliento: la oposición debe proseguir unida en la senda de buscar una transición, con elecciones libres y transparentes, buscando sin descanso el rescate de la calle y amalgamando aún más el apoyo de la comunidad internacional. Sin olvidar que el camino, como decía Machado, se hace al andar.

@fidelcanelon


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