La agenda 2030 promovida por las Naciones Unidas y el globalismo, en mi concepto, viene sufriendo sucesivos reveses políticos, tanto en Europa como en América Latina, lo que merece ser analizado en sucesivos artículos. Hoy, en un mundo afectado por los estragos de la crisis sanitaria, en medio de la vocación expansionista de Rusia, con altas presiones inflacionarias, alza de las tasas de interés decretadas por la Reserva Federal de los Estados Unidos, con una caída de la economía china, con una Unión Europea golpeada por el alto costo de la energía, es evidente que la sombra de la recesión acecha a una economía marcada por la globalización de los mercados.

Las crisis internacionales se han sucedido en el tiempo. América Latina fue muy afectada por la crisis de la deuda externa y sus estragos inflacionarios en los años ochenta, en los últimos años de la década de los noventa por la crisis del sudeste asiática. Años más tarde, la crisis inmobiliaria en los Estados Unidos se expresó con una caída abrupta del PBI latinoamericano.

Brasil, con más de 200 millones de habitantes, representa desde hace más de treinta años alrededor del 50% de la economía regional, habiendo superado largamente el peso que alguna vez tuvo la economía argentina en la región. Con la creación del Mercosur a finales de los años ochenta, se demostró la complementariedad entre ambas economías. Actualmente, valdría la pena analizar por qué Argentina se ha ido rezagando económicamente en las últimas décadas y cómo Brasil se ha convertido en el motor de la economía latinoamericana.

Brasil, durante los gobiernos del presidente Fernando Henrique Cardoso, incluso con los gobiernos del Partido de los Trabajadores y durante el actual gobierno del presidente Bolsonaro, no se ha atrevido a poner en riesgo la estabilidad macroeconómica expresada en bajos índices de inflación, crecimiento de la economía con progresiva reducción de la pobreza. Por otro lado, las finanzas públicas en Argentina en especial, durante los gobiernos Kichneristas, ha sido manejada bajo los signos del populismo más irresponsable; lo que se refleja en altos niveles de inflación, alza del tipo de cambio, reducido stock de reservas internacionales y aumento de la pobreza.

En mi concepto, los resultados de las elecciones (en primera vuelta) del pasado 2 de octubre en Brasil son una abierta demostración de cómo los electores en un contexto de polarización política, en la que muchas veces las diferencias entre los candidatos están marcadas por su posición frente a los grandes preceptos de las 17 políticas de la Agenda 2030 de Naciones Unidas, optan por definir su voto influenciados por razones ideológicas o de sensación de bienestar económico.

Los grandes medios de comunicación brasileños e internacionales, apoyados en encuestas sesgadas o con poco rigor estadístico, aseguraban una amplia victoria de Lula – candidato del Partido de los Trabajadores, incluso con posibilidades de superar el 50 % del voto nacional. Los resultados han demostrado como el presidente en ejercicio Bolsonaro ha sido capaz de competir con la maquinaria de un partido como el PT, con larga experiencia en campañas electorales.

Lula es una figura política hegemónica en un partido de origen obrero y popular, pero que en el ejercicio del poder empoderó a un grupo de empresas constructoras brasileñas, siendo evidente la comisión de graves ilícitos penales. Odebrecht y otras empresas brasileñas tuvieron el patrocinio del gobierno brasileño y del Partido de los Trabajadores. El ex presidente Lula, apoyado en su liderazgo político, se convirtió en un facilitador y sutil representante de las empresas constructoras ante gobiernos y jefes de estado latinoamericanos. Las imputaciones contra el candidato del PT no son gratuitas, no olvidemos que estuvo privado de la libertad y que no ha sido absuelto. Hoy, es candidato por que aparentemente se vulneraron procedimientos en la investigación de la causa y en el proceso judicial en curso.

Bolsonaro logró ganar la presidencia hace cuatro años en un contexto de crisis política que afectó la democracia brasileña. Su gobierno ha impulsado políticas que han cuestionado muchos de los conceptos desarrollados bajo el ropaje de la llamada agenda globalista 2030 de las Naciones Unidas. Brasil es un país marcado por la inseguridad y las desigualdades que, sin embargo, es un referente latinoamericano. La dictadura militar que gobernó el país entre 1964 y 1985 ha sido superada por una democracia que fue capaz de fortalecerse en el tiempo, que realiza comicios cada cuatro años en los que participan más de 150 millones de electores. Brasil en democracia demostró en los últimos años, tener una administración de justicia, alejada de las presiones políticas, capaz de emplazar judicialmente a empresarios y políticos.

El presidente Bolsonaro tiene un amplio apoyo en las grandes ciudades y entre los electores que son parte de las iglesias evangélicas que defienden la familia, la vida y que, en líneas generales, cuestionan la prédica de los sectores progresistas que abrazan las políticas de una agenda globalista casi militante. Creo que la globalización es una realidad, la integración de los mercados una necesidad, la estabilidad macroeconómica un imperativo; como, a la par, sentar las bases de políticas de protección de la naturaleza. Sin embargo, es necesario poner un contrapeso a un globalismo que pretende imponer una agenda única, con el financiamiento de fundaciones y ONG solventadas por los magnates de la globalización.

América Latina debe aprender de sus errores, deponer todo tipo de tiranías, cuestionar el neomarxismo que se expresa en el llamado «socialismo del siglo XXI» y en otras expresiones políticas para sentar las bases de una América Latina que reduzca la pobreza y afiance la libertad.

Artículo publicado en el diario El Reporte de Perú


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