Las elecciones generales de Brasil despiertan, justificadamente, no solo mucho interés sino gran preocupación. Es inevitablemente un proceso de escala mayor que, en correspondencia con las dimensiones geográficas y demográficas del país, supone el movimiento potencial de 156 millones de votantes para elegir presidente, un tercio de los miembros de la Cámara de Diputados, la totalidad del Senado, gobernadores y legislaturas de los 26 estados y el Distrito Federal. Con todo, lo que ahora lo hace especialmente complejo y trascendente no es solo la polarización de los apoyos y rechazos entre dos de los once candidatos: el presidente que busca la reelección y el aspirante que se propone volver a la presidencia ya ejercida entre 2003 y 2010. El gran temor sobre el día de hoy y los que siguen deriva de la campaña de Jair Bolsonaro contra la confiabilidad del sistema electoral. Es una cruzada que se ha intensificado y sostenido hasta el último momento, a medida que aumentaban las probabilidades de un triunfo de Lula, quien intensificó su faena electoral con miras a ganar en la primera vuelta.

La agitación pública de la tesis del fraude, que según Bolsonaro es la única manera como la oposición podría ganar, ha ido acompañada de otras circunstancias, iniciativas y campañas en las que se precisa la gravedad del panorama. Entre ellas encuentran las críticas y descalificaciones incesantes al Tribunal Superior Electoral y su presidente; la propuesta presidencial de que los militares supervisen el desarrollo del proceso y estén presentes en el propio escrutinio, y un informe del oficialista Partido Liberal al TSE sobre riesgos de retrasos y manipulación de resultados en esa máxima autoridad electoral, a la que no ha dejado de atacar para sembrar entre la mayoría de sus partidarios la sospecha de fraude. Esa campaña, que lleva meses andando, también se ha extendido a gestos y palabras del presidente de Brasil hacia el exterior, como en la reciente reiteración de sus dudas sobre el triunfo electoral de Joe Biden o en su convocatoria al cuerpo diplomático acreditado en Brasilia para exponer su tesis sobre la fragilidad del sistema electoral y la posibilidad de alteración de los resultados.

El aumento de los apoyos a Luiz Inácio Lula da Silva y la probabilidad de que vuelva a la Presidencia –a pesar de la sombra que sobre su gestión (2003-2010), su persona y su partido dejaron varios grandes casos de corrupción– se puede explicar con diversas razones, entre ellas, la memoria de lo bueno especialmente en políticas sociales y, para opacar lo malo, el cuidado puesto en presentar ahora una imagen moderada cercana al centro. A eso sumó su selección de acompañante como candidato a la vicepresidencia: Geraldo Alckmin, rival de centro derecha derrotado en las presidenciales de 2006. La búsqueda de ese lugar ante la ofensiva antidemocrática de Bolsonaro ya estuvo presente a mediados del año pasado en su encuentro con el expresidente y figura principal del Partido Social Democrático Brasileño, Fernando Henrique Cardoso.

Ahora bien, lo que en lo inmediato espera a Brasil, a su institucionalidad –incluidos los partidos, en los que prevalece la esencia democrática– es un panorama de complicaciones sea que gane Bolsonaro o que gane Lula. En el primer caso, por la continuidad relegitimada y es posible que acelerada de la ruta de erosión de la democracia y el Estado de Derecho en Brasil, con el riesgo de pérdida de resistencia de la institucionalidad: civil y militar. En el segundo, en caso de desconocimiento del resultado (por quien se ha declarado admirador de Donald Trump), son dignos de consideración los peligros institucionales, sociales y de seguridad pública que pudieran materializarse en un país polarizado y muy armado.

Ante el presente y el futuro previsible –y eso sin hablar de las necesidades de los brasileños y los intereses del país, que salvo generalidades no se han tratado a fondo en esta campaña– conviene tener en cuenta las fortalezas institucionales de Brasil (como, especialmente, la independencia demostrada por la máxima autoridad electoral y el Tribunal Supremo Federal). La observación electoral internacional de la OEA, de varias otras organizaciones, aunque no de la Unión Europea, está presente y coordinada con las autoridades electorales. También son de destacar los apoyos –al mal menor– que en el panorama descrito se han ido sumando a Lula Da Silva entre artistas, excandidatos presidenciales, exmagistrados y críticos de su gestión presidencial y su partido, que pudieran ampliar el margen de diferencia y dificultar su desconocimiento.

Más allá del día de hoy y de los que siguen, ojalá que menos complicados para los brasileños que lo que se avizora, el reto de escala mayor –al lado de la agenda de asuntos de gobierno, urgentes e importantes– es cultivar y exigir la valoración, el respeto y el fortalecimiento del Estado de Derecho. Asunto familiar en el vecindario, no sobra recordarlo.

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