Foto AFP

En una final que se preveía muy cerrada, Gabriel Boric fue electo presidente de Chile con una diferencia de doce puntos (56%-44%) sobre José Antonio Kast. Antes de la elección del domingo algunos vieron a esta segunda vuelta como la decisión entre un status quo ultramontano y radical (Kast) o cambios estructurales revolucionarios (Boric). Pero no debemos esperar ni lo uno ni lo otro. Cualquiera de los dos candidatos potencialmente electos hubiese tenido que convivir y acordar con otros poderes democráticamente constituidos con distinta sensibilidad política que morigerarían cualquier decisión.

Sin embargo, la elección del presidente no es trivial en lo más mínimo, menos en un país como Chile, donde lo que está en discusión es qué modelo de país se desea cultivar. Esto quedó reflejado en la campaña de segunda vuelta, cuando un candidato, Boric, centró su discurso en clave de inclusión de grupos relegados, redistribución y sustentabilidad ambiental; el otro, Kast, propuso un “párate” a la agenda de derechos, el crecimiento económico con base en el achique del Estado, la mano dura, la limitación de la inmigración, e incluso la salida de Chile de organismos internacionales.

Boric moderó su discurso y se mostró como un espejo de los gobiernos social demócratas europeos (principalmente nórdicos) y suramericanos, como el del Frente Amplio uruguayo. Kast, en cambio, se declaró admirador de Donald Trump y llamó a formar una suerte de coalición internacional con Bolsonaro en Brasil, Orbán en Hungría, Kaczyński en Polonia, y hasta explícitamente declaró su nostalgia por la Italia de hace algún tiempito, cuando la Liga Norte, con Salvini a la cabeza, tenía una posición privilegiada en aquel gobierno.

Chile está finalizando un ciclo electoral que se inició con el plebiscito de octubre de 2020 y su claro dictamen popular de redactar una nueva constitución escrita por una convención constituyente directamente electa. El extenuante ciclo electoral—hemos ido a las urnas en siete oportunidades en 14 meses—comenzó tras el amplio acuerdo interpartidario en noviembre de 2019, luego de lo que se denominó el estallido social de octubre.

Desde entonces, se han electo gobernadores regionales, alcaldes, concejales, constituyentes, senadores y diputados, y ahora, presidente. Solo queda decidir en el plebiscito de salida, a mediados del próximo año, si se acepta el borrador de la nueva Constitución que actualmente está siendo redactado. De lo contrario, prevalecerá la actual Constitución, escrita durante el gobierno dictatorial de Augusto Pinochet y marginalmente retocada en democracia.

Más allá del resultado, la participación electoral fue llamativa. La gran pregunta de la jornada era si el electorado se parecería más al del plebiscito de 2020 o al de la primera vuelta presidencial de noviembre. Aun con los datos muy frescos, todo indica que se movilizó como en el primero. En términos generales, la participación ha venido cayendo desde la transición y recientemente alcanzó una meseta en torno a 50% del electorado. En esta segunda vuelta alcanzó 55%. Si bien es la más alta del ciclo, sigue siendo relativamente baja dado lo sensible del contexto y lo crítico de las decisiones.

Boric está inmerso en un escenario político muy complejo. El presidente enfrentará un parlamento peligrosamente fragmentado, donde le será particularmente difícil lidiar con el Senado porque dista de las mayorías necesarias para aprobar políticas significativas. También deberá lidiar con autoridades en las distintas subdivisiones territoriales que no necesariamente tienen referentes en la política nacional y con las que será altísimo el costo de negociación. Para empeorar las cosas, las autoridades subnacionales no están alineadas entre ellas: es decir, alcaldes y gobernadores de distinto color político conviven en un mismo territorio. Solo en el ámbito municipal, casi un tercio de los alcaldes son independientes fuera de los pactos, es decir, independientes puros.

Asimismo, el presidente deberá convivir con una Convención (también fragmentada) que, si bien ha perdido parte de su mística e ímpetu inicial, sigue siendo un actor clave a la hora de definir el futuro de Chile. La Convención es cada día más consciente que si avanza un proyecto maximalista, la posibilidad de rechazo en el Plebiscito de salida es alto, y si avanza un proyecto minimalista aumenta la frustración de aquellos que, en última instancia fueron los catalizadores del proceso. El proceso está, además, rodeado de una nube de incertidumbre, toda vez que en esa elección el voto será obligatorio, con lo cual la mitad del electorado que consistentemente se resta de participar se verá obligado a pronunciarse.

El futuro gobierno no solo tendrá que acomodar a todas las instituciones con una precisión de relojería, sino que deberá encarar urgencias sobre las cuales no se puede solo “surfear la ola”. Se deberán tomar decisiones difíciles. Quizás, de lo más apremiante tiene que ver con la pandemia y sus efectos económicos y sociales. En lo económico Chile está pisando cifras récord de inflación, bajos niveles de inversión y de productividad.

Las ayudas sociales cada día se hacen más imperiosas y no queda mucho espacio para seguir apelando a los ahorros previsionales (ya hubo tres quitas voluntarias de 10% cada una de los ahorros de las cuentas individuales), lo que posiblemente también esté empujando la inflación al alza. Chile necesita crecer nuevamente y para eso hay que prender los motores y generar las condiciones de estabilidad para generar la confianza necesaria.

Por otro lado, si bien la pandemia permitió a las autoridades actuales hacer gala de una gran capacidad logística en relación con la campaña de vacunación, es innegable el fuerte golpe que el COVID-19 ha asestado a la sociedad más allá de la economía; algo que se evidencia, por ejemplo, en todos los desafíos que impuso la educación y la salud mental de los niños y jóvenes en pandemia (temas sorprendentemente ausentes de la puja electoral).

Otros acápites significativos son la seguridad pública (donde se incluirían las policías y su reforma, el crimen organizado y el narcotráfico), la Araucanía (región que aún se mantiene bajo estado de excepción), tema que indirectamente incluye a la relación del Estado de Chile y los pueblos originarios. Y ni qué hablar de la inmigración…. Con más de millón y medio de nuevos residentes, Chile es hoy uno de los países con mayor porcentaje de inmigrantes con relación a su población de todo el continente.

Por último, Chile se está repensando y rediseñando, y su suerte estará fundamentalmente atada al resultado del plebiscito de 2022. Sin embargo, independientemente del resultado del año que viene, el leitmotiv de los tiempos inmediatos y futuros tiene más que ver con el manejo sobrio de las expectativas, tanto de los ganadores, como de los perdedores. Los desafíos que enfrentará Boric son colosales.


David Altman es politólogo y director del Instituto de Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Doctor por la Universidad de Notre Dame (Indiana, Estados Unidos). Autor de Citizenship and Contemporary Direct Democracy (Cambridge University Press, 2019).

www.latinoamerica21.com, un medio plural comprometido con la divulgación de opinión crítica e información veraz sobre América Latina. Síguenos en @Latinoamerica21


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!