Borges con su madre, doña Leonor Acevedo, 1968

Borges se valió de tres “géneros” para dar expresión a su literatura: la poesía, el cuento y el ensayo. Consideraba la poesía tan íntima y esencial como indefinible. El hecho poético y su materia fueron para él “la mágica, misteriosa e inexplicable emoción que sentimos al leer”. Su poesía, en los primeros tiempos ligada a la imaginería metafórica, terminó en una entonación personal. Descubrió que las verdaderas metáforas existen desde siempre: tiempo y río, vivir y soñar, muerte y dormir, estrellas y ojos, flor y mujer, pero podemos repetirlas con una voz distinta. Aunque hizo variados elogios de Virgilio, fue más bien fiel a Poe, su otro maestro en el cuento. No escribió poemas de mayor extensión, pero es contemporáneo de Eliot, Pound y Kavafis al concebir la poesía como expresión del pensamiento. Creyó que la principal virtud del poeta es ser capaz de “sentir” el mundo, agregando “provincias al ser” para hacerse no solo parte de una realidad, sino la “otra realidad”.

Luna de enfrente y Cuaderno San Martín son los volúmenes en los que quiso dejar un testimonio fiel de porteñismo. En sus primeros poemas hay poca huella de las tesis ultraístas. Borges se acerca más al modernismo y al romanticismo, y tratando de encontrar un sentido al pasado nacional, retoma las tesis de Sarmiento sobre la ciudad como asiento de la civilización. Borges, Poeta de Buenos Aires, como lo llamó Ildefonso Pereda Valdés en mil novecientos veintiséis. Aun cuando sus primeros libros sean del veintitrés y el veinticinco, sus tesis habían sido expuestas en los años finales de la década anterior, en artículos que luego recogió en Inquisiciones, donde creía que para alcanzar el alma de la ciudad e inmortalizarla, había que hacerlo a través del fatalismo del criollo, las casas, los patios y las plazas. Así como había rechazado en su poesía ese Buenos Aires moderno y tumultuoso, eligiendo para sí los barrios humildes, ahora rechazó los estereotipos del ser nacional, quedándose con los silenciosos e ironistas, a la manera de Macedonio Fernández. Con la publicación de El tamaño de mi esperanza, la radicalización hacia el criollismo fue más enfática: él iba a ser el Dante de ese país que ya era Buenos Aires.

En Ginebra, Borges descubrió las tesis ascéticas de Schopenhauer sobre el poder, el arte y el erotismo; y el estilo, usado en las enciclopedias, como otra forma de la ficción. Arthur Schopenhauer criticó a Hegel y la ideología “progresista” y autoritaria que él y sus discípulos representan. Una denuncia del egoísmo radical que viviría el hombre con las tiranías del siglo XX. Para Schopenhauer nuestras realidades son una máscara de la voluntad, incluida la “Naturaleza”, a fin de escapar de la locura. En El mundo como voluntad y representación. Borges supo, que, al no existir el tiempo, el arte es el único producto humano con sentido perdurable, pues agrega universos al mundo, mutantes pero eternos, ―desde y hacia la inasible y banal realidad social―, que no pertenece a ningún género literario.

Borges con Beppo en 1978

Los arquetipos discursivos “periodísticos” de ciertas enciclopedias le dotaron de las formas “paródicas” que usaría en ensayos-cuentos o cuentos-ensayos. Con esas apariencias de verdad Borges pudo inventar unas estructuras narrativas, tejidas de ironía, que hacen polvo su propia erudición mediante la falsedad de las pistas, las fuentes erróneas, los libros apócrifos y los textos-citas al revés, mostrando cómo un texto es un palimpsesto. Debajo de la máscara que ofrece, están otros textos que se superponen infinitos: tantos como los intentos de asir el asunto, la conjetura o la anécdota.

Sus cuentos, fantásticos o realistas, sobresalen más como obras maestras de la voluntad de estilo que por la perfección de los argumentos. Como metafísico, prefirió la creación de mundos donde se pudiese intervenir mejor en la realidad. Son frías construcciones que navegan en el espacio de los sueños y la vigilia. En sus obras no palpita la “sociedad”, ni el amor, ni los cataclismos colectivos; está más bien la mente del hombre, con su sed de inmortalidad y su hambre de espacios, que lo sumergen en la angustia, la soledad y la incertidumbre de ser hombres.

Borges con Tomas Martínez, Liscano, Ernesto Mayz, Kodama, Uslar Pietri y Ben Amí Fihman, foto Vasco Szinetar, 1982

En la Navidad de 1938, Borges sufrió un accidente que le produjo una septicemia y lo mantuvo al borde de la muerte por varios días. Con la ayuda de algunos amigos obtuvo un oscuro empleo de “infeliz” bibliotecario, al lado de aficionados a las carreras de caballos, el fútbol y los chistes obscenos, que encontraban preocupante hallar en un diccionario el nombre del silencioso compañero de labores clasificatorias. Esa fue la época de sus frustrados amores con Elvira de Alvear, la excéntrica Beatriz Viterbo de El Aleph. De ese purgatorio, “una vida curiosamente anónima y deprimente”, surgió un hombre que, como Heráclito, creería que todo cambia y a la vez permanece; que, como Platón, vería una caverna donde todo es sombra de la auténtica realidad, y un escéptico, que a la manera de Hume, Locke y Berkeley, constataría que las cosas solo pueden ser representación de lo que imaginamos, y carecen, por tanto, de existencia corporal.

En 1941 dio a la imprenta El jardín de los senderos que se bifurcan, una colección de relatos que cambió el rumbo de la literatura. Dos de ellos fueron escritos después del accidente: Pierre Menard, autor del Quijote y Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. En el primero sostiene que leer es más importante que escribir, pues toda lectura re-escribe el texto; en Tlön se quiere reducir el caos a un orden y es una denuncia de las doctrinas y sociedades totalitarias.

François Mitterrand concede a Borges la Legión de Honor en París, el 19 de junio de 1983

En una de sus posibles lecturas, Pierre Menard es una reseña sobre las obras de un genio francés inconnu, fabricada por uno de los miembros del aristocrático y frívolo círculo de amigos con quienes Menard compartió fanatismo, antisemitismo y adulación de los poderosos: las típicas actitudes de cierta inteligencia francesa de entreguerras. La primera parte del cuento discute las diversas opiniones, en su mayoría adversas, sobre la obra de Menard, a medida que informa de sus allegados: una madame Henri Bachelier, dama de alto coturno, demasiado ocupada para poder escribir sus propios poemas; y la condesa de Bagnoregio, casada con un filántropo norteamericano.

El catálogo de la obra de Menard es una burla a los métodos de las escuelas españolas de análisis y fijación de textos. La segunda examina el esfuerzo de Menard por escribir, Don Quijote. La frase que elige Borges para dar ejemplo de las variantes es un pasaje donde Cervantes, al introducir a Cide Hamete Benengeli como autor de Don Quijote, se burla de la verosimilitud de las novelas de caballería. Pero las habilidades críticas del narrador no cesan. Al adoptar, ―“ Borges”―, la intención del lector-creador: —todas las historias y las aventuras fueron ya contadas “de primera mano”—, a partir de Borges debemos buscar los puntos de contacto entre eventos y épocas diferentes; los destinos recurrentes, y las coincidencias paródicas, que hacen de la historia una repetición de otras historias, de la misma manera como el destino individual es reproducido, al infinito, mediante variantes y entonaciones que apenas señalan lo esencial de las similitudes.

En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Tlön es una evidente versión de la Tierra: un mundo totalitario producto de los excesos racionalistas. Borges comienza por crear, dentro del texto, la búsqueda de otro texto al informar sobre una conversación entre él y Bioy Casares respecto de una cita que este había encontrado en una enciclopedia pirata. Luego de una búsqueda incesante localiza el volumen, hace un resumen del artículo sobre Uqbar, abundando en nuevos datos acerca de esa tierra desconocida, hasta revelar la existencia de toda una enciclopedia dedicada a Tlön, producto de una patraña urdida por un grupo de filósofos del siglo XVIII y concluida, —gracias al apoyo de un filántropo y millonario norteamericano— el siglo pasado. Al final, para no dejar dudas sobre el juego, una posdata, fechada en 1947, reza: “Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en el número 68 de Sur, con portada verde jade, mayo de 1940”. Es decir: Tlön, Uqbar, Orbis Tertius es un artículo “inicialmente” publicado en la edición número 68 de Sur, como la reproducción de un texto que está publicado en el número 68 de Sur.

Borges en Sicilia | foto Ferdinando Scianna, 1984

Nacido con Poe, hasta Borges el género policial había pasado por diversas crisálidas, una de ellas, el narrador policíaco Chesterton, que, en sus sagas del padre Brown y Gabriel Gale, pone en escena un tour de force de tres actos: primero el misterio; luego una aclaración de índole sobrenatural, suplantada, al final, con otra de este mundo. Los cuentos policíacos de Borges siguen ese modelo. El detective ofrece al lector todos los datos que posee, los personajes aportan otras noticias claves. Pero como de nada sirve la información previa sobre un asunto, para resolverlo, entonces nada mejor que, como hacen los científicos, conjeturar. El mundo futuro, “descubrimiento” de la ciencia o creación de la ficción por el arte es la única realidad posible. Para hallar el objeto lo mejor es imaginarlo. Borges, detective de la realidad, inventa la solución, que satisface plenamente al lector.

En 1946, cerca ya de los cincuenta años y con más de nueve trabajando en una biblioteca de las afueras, Borges fue relevado de su oficio clasificatorio y trasladado, como inspector de gallinas y conejos, al mercado central, por haber firmado un manifiesto contra el recién inaugurado gobierno del general Perón. Viviría entonces de ofrecer conferencias, gracias a la ayuda de sus escasos amigos, en una ciudad sitiada por la tiranía.

María Kodama, 2019 | Foto Fernando Gutiérrez

Buenos Aires se había convertido en un mundo de horror cubierto por las consignas del régimen y la incansable repetición en paredes, radio y periódicos de las imágenes del Macho y su Hembra, Eva Duarte. Ese mundo de tedio y mezquindad produjo uno de sus mejores cuentos: La biblioteca de Babel, una versión de pesadilla sobre una realidad atroz, plena de alusiones a la cantidad y forma de los gabinetes “donde se puede dormir de pie y satisfacer las necesidades fecales”. En la Biblioteca de Babel, quienes trabajan, están atrapados por una actividad inferior y degradante, inacabable y embrutecedora, dirigidos por perversos que han tomado por asalto, con la ayuda de políticos profesionales, los lugares que corresponderían a intelectuales y escritores.

El Aleph, aparte del texto que da nombre al libro, reúne relatos como El inmortal, en el que el personaje central bebe del río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Un anticuario de Esmirna es también Homero, el tribuno Rufo, un militante de Stanford, un traductor de Los siete viajes de Simbad en el séptimo siglo de la Hégira, un jugador de ajedrez en una cárcel de Samarcanda, un astrólogo en Bikanir y en Bohemia, un suscriptor de la Ilíada de Pope. “Bosquejo de una ética para inmortales”, El inmortal somos todos y nadie, como Ulises. En Deutsches Requiem Borges demuestra cómo quien está perdido colabora en su destrucción. La ley de causalidad rige y explica el destino de su personaje: Zur Linde es la Alemania nazi. En El Aleph, para exorcizar un amor no correspondido, a la manera de Dante, escribe una historia como el único medio para encontrarse con la elusiva amante, y borrar, así, en la visión del mundo que proporciona la esfera, el recuerdo de sus humillaciones.

Como los relatos, el corpus de sus ensayos rindió culto a los arquetipos de Berkeley, Spinoza o Bradley: diáfanas arquitecturas idealistas que corroen los hábitos de historiadores, sociólogos y sicoanalistas. Borges fatigó con los conceptos de tiempo y eternidad, identidad y pluralidad, lo único y lo otro. Le importaron las ideas como un viaje hacia la belleza y no a la búsqueda de la verdad, substancia banal de la ciencia y el poder. Su saber fue el del escritor: aquel que imagina soluciones a los enigmas sin calar en sus arqueologías. Secretamente supo que, al no existir como individuos, somos la materia del tiempo, su naturaleza cíclica sin pasado ni futuro.

María Kodama, 2019 | Foto Fernando Gutiérrez

 


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