Orlando furioso, 1885, Arnold Bückling, Leipzig, Museum der Bildenden Künste

Llevaba mucho tiempo cargando con esos malestares. La honda aflicción, la profunda congoja sentida como interminable, tenía sus razones. Había llevado más palo que una gata ladrona y había además una susceptibilidad presta para que lo de afuera lastimara como si fuesen asuntos estrictamente personales.

Lo único que apaciguaba, en medio de aquel pesar, era silbar alguna melodía o tararearla. Aunque prefería silbar con la gracia heredada de su suegro Diego quien siempre le decía:

– Nada mejor que silbar para serenar las penas.

Y entonces se mandaba a silbar incontenible y afinadamente aquella cancioncilla que decía: “Los gitanillos tenemos todos la cara alegre y el cuerpo loco…” o aquel himno de “Nosotros los viejos marinos, haremos un buque de guerra…” de tantas borracheras interminables y añoradas…

Maltrataba mucho la cagada que estaban poniendo algunas paisanas y otros coterráneos en casas ajenas, fuera del país propio. Esos sucesos provocaban tanta pena ajena como las noticias de desmadre colosal que llegaban provenientes del terruño donde seguían al mando unas personas muy inhumanas. Porque, a estas alturas del partido, estaba bastante claro que existen personas humanas y otras no.

Un día, de noche, camino a su casa, decidió consolarse hartándose con unos enormes y farragosos pasteles rellenos indescifrablemente y envueltos en papeles empapados que escurrían aceite onotado de un famoso puesto de comidas en “La calle del hambre” y luego pasó frente a un circo donde se metió a ver el espectáculo.

Ya era tarde y la función llevaba rato de haber empezado. No obstante, le dejaron pasar y aunque le cobraron la entrada completa, se distrajo un ratico, justo en el momento cuando un mago, con su hermosa asistente metida en un cajón, la dividía en varias partes con la ayuda de un gran serrucho.

Pero sus molestias y esas tristuras continuaban y se le reflejaban en las rodillas, en la zona lumbar y, a veces, hasta en el corazón. Sentía, cada cierto tiempo, una pesadez en las piernas como de quien lleva mucho tiempo parado y quiere sentarse o salir corriendo, pero no puede.

Cuando estaba sentado tenía que pararse y cuando estaba de pie, apenas se sentaba, tenía que levantarse de nuevo, pero no por voluntad propia, sino porque así era la exigencia… ¡del dolor en las lumbares! Era una lumbalgia notoria y en aumento, lo sabía. La pesadez en las piernas fue la que lo movió finalmente a ir donde los especialistas.

Los médicos recetaron varias pastillas y tres inyecciones. Comenzó el tratamiento y, no obstante, al salir de la tercera dosis, la pesadez en ambas piernas fue mayor. Pero tenía que ir a trabajar. Se quedó dormido en el autobús, pero cuando iba bajándose alguien le gritó que tuviera cuidado.

-¡¡¿Pero no ve que la pierna se le quedó atrás?!! ¡¡Espérela, por lo menos!!

Casi perdió el equilibrio, pero saltó haciendo maromas, brincando sobre la derecha y supo seguir hasta que se reencontró con su pierna izquierda que, con un silbido, volvió a su sitio. No había sangre, ni amputación alguna. Simplemente, la pierna había decidido quedarse allí, separada del resto. Se sentó, se revisó e intentó levantarse. Lo hizo, tambaleó un poco, pero se equilibró. Pudo ponerse de pie firmemente y así, prosiguió su camino. Llevaba puestas unas bermudas, esos pantalones cortos propios del verano. Atribuyó el fenómeno a los rigores del calor. Aquello le pareció increíble en el sentido estricto del término.

Pero lo más insólito fue lo ocurrido a la mañana siguiente cuando esa pierna y la otra, así como sus dos brazos, cada extremo por su lado, amanecieron acurrucados en alguna almohada, en algún cojín, otra estaba en la silla y la otra cerca del velador, allí tranquila en la mesa de noche, junto a la radio. Miró a todos lados y no entendía nada. Era absurda aquella especie de caricatura de sí mismo dividido en partes. Silbó, les silbó y cada parte se fue moviendo a su puesto con visible flojera hasta que todo se hizo cuerpo y se pudo integrar felizmente. Tampoco esa vez hubo sangre, ni amputación alguna.

Mientras se ponía su uniforme y los zapatos de goma, no salía, no podía salir de la impresión, del tremendo susto que aquel fenómeno le había provocado. Qué cosa tan extraña… Ahí fue cuando, acordándose de la función en el circo, entendió que no es favorable comer tanto antes de acostarse y menos aún cuando se trabaja como kinesiólogo. Así las cosas, miró para todos lados, miró hacia arriba, se miró completo, se paró sobre ambas piernas y se fue tarareando al hospital público donde llevaba mucho tiempo cargando con esos malestares.

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