“No importa cómo se vota ni quién vota, ni dónde ni por quién. Lo importante es quién cuenta los votos” es una frase atribuida a José Stalin y constituye una de las principales estrategias políticas marxistas. Fidel Castro aplicó esta regla de manera continuada a lo largo de su revolución, lo que quedó evidenciado en la “elección” de Miguel Díaz-Canel con 99,83% de los votos en las elecciones del 18 de abril de 2018.

En este esquema de dominación no puede faltar la propuesta de Vladimir Ilich Lenin que proclama el control total de todos los poderes, más allá de la voluntad popular, porque así lo imponen los intereses superiores de la revolución (La revolución proletaria y el renegado Kautsky). En este sentido, el revolucionario ruso pone énfasis en la necesaria represión: “Solo una implacable represión militar de esa insurrección de esclavistas [los burgueses y terratenientes] puede garantizar de verdad el triunfo de la revolución proletaria y campesina”. Esta es, para el legendario padre de la revolución bolchevique, un instrumento fundamental y justificado en la lucha, cuando se trata de que una minoría someta a una mayoría. Entonces, control electoral y represión son dos caras de la misma moneda en la propuesta leninista.

Las consecuencias de ese modelo de dominación son archiconocidas. Allí donde llegan los marxistas es para quedarse “como sea”, para reprimir, violar los derechos humanos, generar miseria, empobrecer a la población y potenciar la corrupción. El pretendido dominio soviético sobre Europa y sus “éxitos” se desplomaron con la caída del muro de Berlín. La cronología del auge y la caída de la Unión Soviética evidenció el fracaso del modelo marxista-leninista. Sobre el tema es recomendable leer dos libros fundamentales: La tumba de Lenin de David Remnick y The Rise and Fall of Communism, de Archie Brown. Estos autores demuestran inequívocamente que el marxismo-leninismo no es viable y solo se sostiene por el uso desbordado de la violencia y la mentira.

Pese a las duras lecciones aprendidas, la dinastía castrista se empeña en imponer su sistema a sus países satélites para reproducir su modelo de miseria, represión, violación de derechos humanos y retroceso económico. Entre sus títeres cuentan con Evo Morales, quien en su intento de mantenerse en el poder “como sea” ideó una engañifa electoral que no fue aceptada por los bolivianos. Ante la presión popular y su corajuda protesta contra el fraude, se solicitó una auditoría por parte de la Organización de Estados Americanos que arrojó unos resultados espeluznantes.

La estratagema electoral de Evo Morales siguió, por debajo y por detrás, un patrón conocido: control del órgano electoral y del Poder Judicial. Los opositores que denunciaban el fraude eran tildados de golpistas, el muy trillado argumento para luego reprimir a mansalva a quien disienta. Pero, como ocurrió con el muro de Berlín, llega un momento en el cual la población se arma de determinación y, con el ojo puesto en la libertad, reacciona y activa su protesta. La primera reacción de Morales fue manipular la verdad y pedir represión. Sin embargo, la claridad de la trampa, la unidad de la oposición y la reacción internacional, llevaron a las Fuerzas Armadas bolivianas a apoyar la repetición de las elecciones. (La repetición de las elecciones constituye una salida política impecable).

No puede pasar inadvertido el papel desempeñado por la Fuerza Armada boliviana, la cual, ante un fraude de grandes magnitudes y por boca de su comandante general, Williams Kalimán Romero, quien habló alto y claro al proclamar sin vacilar: “Garantizamos la unión entre compatriotas, por lo que ratificamos que nunca nos enfrentaremos con el pueblo”. Estas palabras retumban en la conciencia de quienes creen que el poder militar está para emular al modelo cubano y no para proteger la integridad territorial y la libertad de los ciudadanos.

La firme posición del sector castrense y su negativa a reprimir le dieron el esquinazo a Morales, quien no tuvo otra opción que renunciar. Esto demuestra que en el caso boliviano el verdadero garante de la democracia y de los legítimos reclamos del pueblo boliviano no es el Tribunal Supremo Electoral, sino el poder militar. Ante una trampa de las magnitudes denunciadas hizo lo que tenía que hacer al amparo del honor militar: ponerse del lado de la verdad y de la Constitución.

La salida de Evo Morales ha traído como consecuencia la renuncia de sus socios en el Poder Electoral y en el Judicial, quienes tienen una clara responsabilidad en la generación de la crisis boliviana. Esto demuestra, igualmente, que las Fuerzas Armadas no apoyan incondicionalmente los abusos de quienes desean perpetuarse en el poder “como sea”, porque todo tiene un límite. El fraude descarado, la reacción del liderazgo civil –unido y decidido– y la respuesta de los distintos sectores de la sociedad infundieron suficiente respeto para la reacción del poder militar boliviano.

Pero nada de lo anterior hubiese sido posible si la oposición no hubiese jugado a la política al amparo de la unidad y de la claridad de objetivos. De haberse encontrado Evo Morales con una oposición dividida y vacilante, la situación sería otra.

Lo deseable es que sean las instituciones civiles las que hagan respetar los valores constitucionales. Mientras eso ocurra es necesario reivindicar el compromiso del sector militar con la institucionalidad republicana y la defensa de la libertad. Ese fue el rol que le dio Rómulo Betancourt a las Fuerzas Armadas a partir de 1958 y que permitió consolidar la democracia.

 


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