Imbuido, quizá, de las supercherías fomentadas por los departamentos de estudios “multiculturales” de muchas universidades gringas, Hugo Chávez dio un día en propalar que Simón Bolívar fue el hijo de una esclava negra. Para Chávez, se trataba de una verdad que solo podrían negar los supremacistas blancos que forjaron el culto a Bolívar y se sirvieron de él durante más de un siglo.

En otro tiempo, muy anterior a la era Chávez, un antropólogo soviético, Mijail Gerásimov, se erigió en padre de la llamada “escultura forense”. Juntando caprichosamente disciplinas como la estadística demográfica, la antropometría y la medicina legal, Gerásimov recuperó por orden de Stalin, el rostro de Iván el Terrible a partir de su calavera. El Iván de Gerásimov era… asombrosamente parecido a Stalin. Hugo Chávez encontró su Gerásimov en Philippe Froesch, artista francoalemán dedicado a reconstruir el rostro de figuras históricas tales como Maximiliano Robespierre.

Con tecnología digna de la serie CSI: Cyber, y a partir de tomografías de la osamenta del prócer venezolano, Froesch “reconstruyó”, en su estudio de París y a solicitud de Chávez, el rostro de Bolívar que llegó a figurar en los  billetes de quinientos bolívares antes de la dolarización alentada por Maduro.

El Bolívar de Froesch muestra pronunciados arcos superciliares y labios gruesos, “afroantillanos”: es un Bolívar zambo, palabra ésta que, proferida en  Venezuela, no entraña desdén racista y designa familiarmente al mestizo de negro e indio que somos muchos en Venezuela. Al verlo, mucha gente dijo que al Bolívar bembón de Froesch solo le falta la verruga de Chávez en la frente.

Bolívar fue aristócrata y rico: un “gran cacao”, un blanco criollo descendiente directo de vascos llegados a Venezuela en el s. XVII. En 1825 posó en Lima para el retratista Gil de Castro y dictaminó que el resultado era “de la mayor exactitud”. En ese retrato, las peninsulares facciones del héroe son el cruce perfecto entre un José María Aznar narigudo, con bigotazo, y un Imanol Arias chaparrito y de incipiente calva. Es el retrato de Simón Bolívar, antiguo propietario de esclavos que como era un revolucionario se tornó consecuente abolicionista.

Desde 1815, cuando obtuvo ayuda de Alexandre Pétion, primer presidente de Haití, para armar una expedición patriota, Bolívar   honró repetidas  veces, con solemnes  decretos,  la promesa  hecha al líder negro de liberar a los esclavos de Venezuela.  En el primero, dictado en junio de 1816,   ofreció la libertad a todos los esclavos que se alistaran en el Ejército Patriota.

Abolir la esclavitud estuvo entre las propuestas que Bolívar elevó al Congreso de Angostura, en 1819, que aprobó la creación de la Gran Colombia. “Es una idea muy noble, dijeron los legisladores­, “pero ¿no sería mejor esperar a que ganemos la guerra de Independencia y ver si reacciona la economía”.

En 1827, tres años antes de morir, Bolívar vino por última vez a Venezuela y, a su paso por los valles de Aragua, libertó a todos los esclavos de su hacienda de caña en San Mateo. Una tradición caraqueña cuenta que, al saberlo, los esclavos de María Antonia Bolívar, hermana mayor del Libertador y también plantadora de caña, cacao y añil, dejaron las haciendas en los Valles de Tuy e hicieron a pie todo el camino hasta Caracas para escuchar de labios de su ama confirmación de lo que anhelaban.

La buena señora se decía “española de América”. Al comenzar la contienda independentista había sido realista y repudiado las ideas de su hermano en carta al rey Fernando VII  quien le concedió una pensión para retribuir su lealtad a la Corona española.

“Mi hermano el Libertador puede hacer con sus negros lo que le dé gana”,­ respondió airada al comité de esclavos agrupado a las puertas de su casona en la equina de Gradillas aquel día de 1827. La doña se armó, para atenderlos debidamente, de una barra de 12 libras, de las usadas para atrancar portones. “Ustedes mejor regresen por donde vinieron y  pónganse a trabajar”. En carta al mismísimo Bolívar, María Antonia cuenta cómo descargó la barra en los lomos de un desvergonzado afrodescendiente.

Y así fue quedando este enojoso asunto de la emancipación de los esclavos hasta 1853, cuando estuvo claro que indemnizar a todos los amos con cargo al erario publico era ya lo único que podía hacerse  para sostener el estilo de vida mantuano. Fue una operación de rescate financiero, digámoslo de una vez. La transición a una economía capitalista agrícola, fundada en el café y en convertir a los antiguos esclavos en peones jornaleros, no resultó cosa fácil: en verdad, y dicho sencillamente, no resultó. El petróleo se hizo esperar todavía otros sesenta y tantos años y, tal como hoy puede verse, tampoco resultó.

“El mundo es lo que es”, afirmó en buena hora Sir Vidia Naipaul, premio Nobel de Literatura de 2001.


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