Volvió a morir este viernes 17. Lo hace desde hace 291 años cada vez que cae diciembre pero siento que vuelve a nacer para montarse de inmediato en su caballo. Solo tres personajes históricos han sido capaces de fallecer, resucitar y volver a morir solo para volver a vivir nuevamente las veces que así lo deseen el tiempo y los historiadores que se entretienen hurgando la vida de gente muerta: me refiero a mi amigo Lázaro que obedeció la voz de Cristo, al propio Jesús y a nuestro venerado Padre que apenas pesaba 38 kilos cuando en Santa Marta cayó en manos de Próspero Reverend, de quien el español Gregorio Marañón se expresó diciendo que «trató al Libertador con más abnegación que ciencia». Me estremece imaginar a Lázaro resucitado toparse con dos centuriones que le preguntan: ¿Tú no eres Lázaro, el que resucitó ayer? Lázaro mueve la cabeza afirmativamente y uno de los oficiales del ejército romano le clava la lanza diciendo: «¡Vuélvete a morir, a ver si resucitas de nuevo!».

Es difícil pensar que Simón Bolívar, vivo, pueda bajarse del caballo porque allí lo mantienen los mandatarios autoritarios de todo tiempo y nacionalidad, junto al Martí cubano o cualquier otro adalid en el mundo. Viví en París y nunca escuché en las calles el nombre de Napoleón. Hay un mausoleo que visitan los turistas y hay también, para satisfacción personal, un buen brandy que prestigia el nombre de Napoleón. Pero no se escucha en las calles ¡Napoleón por aquí; Napoleón por allá! En cambio, nosotros encontramos el nombre de Bolívar hasta en la sopa de fideos.

La democracia venezolana no necesita lanzar la imagen de Bolívar sobre la mesa donde yace el destino venezolano, a menos que la autoridad  política se sienta patrióticamente obligada por algún coro de radical nacionalismo, siguiendo por ejemplo aquellos cautelosos pasos de las Agrupaciones Cívicas Bolivarianas inventadas por Eleazar López Contreras o manteniendo comportamientos claramente fascistas como en tiempos gomecistas, perezjimenistas o chavista-maduristas. Pareciera, más bien, que los huesos del Libertador solo interesan a los gobiernos conservadores que han desollado el prestigio de la Magistratura apenas se desvaneció en Santa Marta el aliento del glorioso héroe civil y militar que sintió ponzoñas de odio y rechazo mientras navegaba por el Magdalena huyéndole a la muerte, buscando su libertad y desmenuzando su triste fracaso grancolombiano.

En edad escolar nadie imaginó su coraje y valor personal. En Segovia llegué a ver dentro de un intocable cubo de vidrio su boleta militar. Las notas en disciplina y materias de dominio castrense son decididamente altas, pero en lo referente al valor personal, militar solo dice. «¡Por verse!»

Nada hacía pensar que aquel petimetre del chapeau Bolívar que asombró a París iba a cumplir la brillante carrera militar que se propuso cuando juró en una de las colinas de Roma ante la mente abierta de su maestro que daría libertad a las colonias españolas de América. Nadie supo, en verdad, qué se dijeron el alumno y el maestro, pero el prodigioso diálogo que nadie escuchó se aceptó con todas sus pausas, comas y brillantes interjecciones.

Hugo Chávez, en lo que se consideró un ritual macabro, desacralizó los restos de Bolívar al exhumarlos y con voz ahogada por el intenso maleficio se le oyó exclamar: «¡Un resplandor! ¡Un resplandor!». También se dijo que murieron todos los que participaron en la siniestra ceremonia. Un sarcástico comentario popular insistió en que no se trataba de que viéramos los restos del Libertador sino que ellos vieran los restos del país en manos del socialismo bolivariano del siglo XXI.

Si pudiera, el mismo Bolívar habría deseado haber muerto definitivamente y para siempre para evitar que gente autocrática escondiese sus trapacerías y demagogias bajo la montura de su caballo; aludo a los mediocres y ávidos caudillos civiles y militares que han ensuciado la historia del país venezolano a lo largo del siglo XIX, del XX y de lo que corre del XXI. Si algo me crispa y me repugna es ver a los dictadores venezolanos tratar con cordialidad al Libertador y a este saludarlos desde el caballo.

¡Tampoco resultó una perita en dulce! Fue hombre de corta estatura, pero de fuerte carácter y voluntad, un guerrero al que no le temblaba la voz para mandar a fusilar a cualquier inocente sospechoso de ser enemigo. Todavía es mal vista, entre otras «debilidades» suyas, la prisión de Miranda, el fusilamiento de Piar o el Decreto de Guerra o Muerte.

La iglesia que los conservadores de piel dura inventaron para ponderarlo y convertirlo en superhombre idolatrado terminó por crear un heroico perfil grecolatino que Chávez, el zambo de Barinas, alteró lo suficiente buscando que se le pareciera.

Hago mías las palabras del escritor mexicano Carlos Fuentes: «Los españoles de la Conquista y de la Colonia se robaron todo, ¡pero dejaron un idioma!». Ese tesoro quedó en manos no de Bolívar que era militar sino de Andrés Bello que era humanista e iba a ofrecernos su español de América y dar entrada a una gramática que en lugar del pretérito imperfecto incorporaba el copretérito. Fue a dar a Chile y allí hizo lo que todos sabemos.

Ambos son Padres venerables pero en los actuales y desaforados tiempos venezolanos, regidos por un civil con tenebrosa alma militar, prefiero al humanista y no al guerrero. La autocracia, en todo caso, gusta mantener a Bolívar vivo y a caballo saludando con el sombrero porque se ha apropiado de su imagen, tiende a hacerla cómplice de los estragos y le desagrada verlo morir el 17 de diciembre.


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