¿Quién autorizó tal crimen ecológico?

I

No sé cómo explicar la razón por la que en mi familia sabemos tanto de frutos secos. En mi casa, en la época de Navidad, se compraban kilos de castañas. Mi mamá me enseñó que se les hace un corte en la cáscara antes de hervirlas o meterlas al horno.

La casa se llenaba de un olor dulce y cálido. En los Altos Mirandinos, cuando yo era niña, hacía mucho frío en los últimos meses del año y sentarnos a pelar castañas y comerlas era un divertimento familiar. Esta actividad se compartía con el proceso del dulce de lechosa, cortado y puesto al sereno para asegurar unos trozos crujientes por fuera y suaves por dentro, como le gustaba a mi papá.

También comíamos higos secos, orejones de duraznos, nueces de todo tipo, avellanas que compartían plato con el humilde maní y el maravilloso merey del oriente del país. Mi receta de pavo relleno, que comencé a hacerlo como a los 16 años de edad, lleva un arroz con frutos secos y vino blanco que es una maravilla.

II

Conforme pasan los años más me convenzo de que todo esto es gracias a mi padre, cosmopolita y casi hombre del Renacimiento, y a mi madre, creativa y gourmand. Pero mención especial tienen los dátiles. No solo porque mi mamá creció en una isla en la que se recogían del suelo, sino porque su dulzura era inigualable y nosotros, los Matute, somos muy golosos.

En Paraguachí -donde nació y creció mi madre y donde comenzó la historia de amor que me trajo hasta aquí- había una inmensa palma de dátil. Mamá me decía que era centenaria, que cuando ella nació ya estaba grande. Nunca dio dátiles, pero era hermosa. Y hablo en pasado porque estuvo en pie hasta hace unos tres años, cuando una tormenta la tumbó. Me dolió en el alma.

Cuando voy a Margarita, como no soy muy amiga de playa, suelo agarrar carretera e internarme por donde nadie pasa. Antes, con la guía de mi padre, luego con mi mamá, que llegó a conocer la isla con su esposo porque como niña buena no salía de Paraguachí.

Le pregunté una vez de dónde venía la historia que me contaba de que en la isla se recogían los dátiles maduros del suelo, y me contestó: “Eso lo vi con tu papá, cuando fuimos a San Juan Bautista. La gente de allá venía al mercado de Porlamar a vender dátiles maduros, eran dulcitos”.

Fuimos a San Juan. De lado y lado de la carretera que lleva al pueblo (hecha según ella por Pérez Jiménez) se pueden ver las palmeras de dátiles cargadas. O más bien, las pude ver aquella vez. Todas las plazas, las islas entre las calles, las aceras, están llenas de las matas y literalmente echan los dátiles al piso. Me paré a recoger algunos pero hay que dejarlos “pasar”.

Mi obsesión por esta fruta es tal que hasta en un mercado africano de Londres llegué a comprar un racimo. Claro, jamás se maduró, aunque confieso que intenté hincarle el diente.

III

Hace días me enteré de que algún imbécil (disculpen, tengo otros adjetivos peores pero, ¿para qué?) comenzó a sacar palmas datileras de una zona que debe estar protegida por ley. Mi madre decía que nadie puede sacar esas matas de San Juan, pero alguno con plata para botar o lavar decidió deforestar el pueblo y sus áreas verdes para trasplantarlas en la capital.

Semejante delito es inexplicable. En la capital no hacen falta, es un crimen, pero no solamente ecológico. Es obvio que el que lo planificó y lo llevó a cabo tenía otras intenciones, que no sé cuáles serán, pero que seguramente deben figurar en alguna legislación y deberían tener castigo.

Y eso que nuestra Ley Penal del Ambiente establece sanciones para los delitos que violenten el ecosistema, pero como muchas otras, es solo un papel con el que se limpian en este desgobierno. Yo ni pido que se les apliquen las penas establecidas. A estas alturas solo ruego porque no se mueran las pobres maticas. No darán dátiles, pero que su sacrificio no sea en vano.

@anammatute


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