T. S. Eliot, con esa precisión que solo tienen los poetas, se pregunta: “¿Qué conocimiento es ese que se agota en información, qué sabiduría es aquella que se agota en el conocimiento?”.

En nuestro tiempo de aluvión informativo, en que las redes multiplican hasta el delirio noticias, frases, hechos, imágenes, ¿cómo no preguntarnos dónde está nuestro conocimiento, si es saber solo por acumulación? Es evidente que vivimos sobrenoticiados, invadidos por la noticia instantánea, pero a la vez subinformados, porque noticia sin contexto probablemente nos desoriente más que nos alumbre. Aun informados, bien sabemos que el conocimiento es otra cosa.

Como escribe Byung-Chul Han: “La información simplemente está disponible. El saber en un sentido enfático, por el contrario, es un proceso lento y largo. Muestra una temporalidad totalmente distinta. Madura. La maduración es una temporalidad que hoy perdemos cada vez más. No se compadece con la política de los tiempos actuales, la cual, para incrementar la eficacia y la productividad, fragmenta el tiempo y elimina estructuras que son estables en el tiempo”.

Esto es verdad, pero no toda la verdad, porque siempre ocurrió algo así. Con cada paso que dimos en las herramientas del conocimiento, atrofiamos una facultad al tiempo que desarrollamos otra. Cuando se creó la escritura, ya hubo muchas cosas que no hubo que memorizar, pero pudimos pensar con más libertad. Ni hablar cuando los números o el ábaco permitieron ordenar, clasificar, contar y ya la memoria no precisó extremarse en conservar esos datos.

Recuerdo que en cuarto año de escuela, nuestra sabia maestra de la época nos imponía divisiones por cuatro cifras, que nos sacaban canas verdes. Cuando apareció la modestísima maquinita de calcular, dejamos de hacer cuentas y los de mi época ya no podríamos abordar aquellas tremendas divisiones. Pero no importa, porque nuestro conocimiento se hizo mucho más complejo, y de eso se trata. Cada herramienta va cumpliendo su ciclo en esa aventura infinita del conocimiento.

Los últimos años han sido alucinantes. Desde Internet y Google y todas sus derivaciones, la vida se nos ha cambiado. Ya ni nos perdemos en una ciudad extraña porque Google Maps o Waze nos llevan de la mano como ilustrados tutores que nos anuncian atascos y nos predicen el tiempo a destino. De modo que no hay que enloquecerse con mapas ni imponerle a la memoria recovecos de orientadores recuerdos.

Naturalmente, cada paso ha generado una reacción. Y muchas han sido enormes. ¿Cuánto han impactado Facebook y las redes en la misma representación democrática? Hace ya años que venimos hablando de cómo ha nacido ese ciudadano que se representa a sí mismo, porque escribe en Facebook y cree que hizo temblar al gobierno, o arma un estado en YouTube y en Instagram y se siente dueño de algo parecido a un canal propio de televisión. El influencer es un nuevo personaje, descomprometido, que compite con el viejo dirigente político, que para no aburrir imagina, las más de las veces con error, métodos para comunicarse más directamente con la gente y termina en la locura de esos presidentes adheridos al instantaneísmo de los 280 caracteres de Twitter.

Todas esas herramientas son eso, herramientas. Para informar o desinformar, crear conocimiento o desorientar. Por eso nuestra capacidad de manejo permanece. La mayoría han resultado útiles. Cuando apareció Wikipedia había muchos enojados. Saltaban muchos errores. Hoy, seamos sinceros, la usamos todos. No nos sustituye al libro, pero nos ayuda. Naturalmente, los profesores tuvieron que adaptarse y cuando en un tema la entrada de “wiki” era muy larga, imponían un resumen para apreciar la comprensión del texto por el alumno y no la repetición mecánica, o a la inversa cuando ella era breve o insuficiente.

Ahora irrumpe el ChatGPT, que permite sostener conversaciones y pedir no solo información sino creaciones, artículos, por ejemplo, cartas o hasta poesías. Naturalmente, se basa en una acumulación formidable que se calcula en 175 millones de parámetros de búsqueda. Su impacto aún no está claro, pero indudablemente será fuerte en la educación y en los trabajos de programación o comunicación. Es una herramienta poderosa. Sin embargo, no hay que asustarse ante ella sino tratar de entenderla, porque al fin de cuentas los algoritmos son algoritmos. Vivimos tanto entre ellos que prendemos la televisión y Netflix nos dice que como vimos Downton Abbey tenemos que ver The Crown. Es decir, acumula lo parecido, repite. Estamos en el mundo de los “me gusta”. Razón por la cual, el desafío está en lo distinto, en lo innovador, en lo creador.

Lo parecido está disponible. Lo que ya sabemos también. Y eso reza hasta para el manejo económico, que hoy tiene estadísticas y modelos matemáticos notables para hacer predicciones, pero que –aunque orienten– no sustituyen la conducción política de quien debe decidir en medio de una sociedad compleja, en que las necesidades objetivas se confrontan con estados de ánimo, sentimientos, prejuicios, intereses políticos, pulsiones nacionalistas o dogmatismos. Razón por la cual, desde la ignorante timidez de un periodista de 87 años, que todavía hace política, nos permitimos dar la bienvenida hasta este nuevo auxiliar. Nos va a ayudar, sin duda, aunque no va a sustituir la creatividad de un científico ni la imaginación de un poeta ni el rumbo de un estadista. Podrá ofrecerles relacionamientos y comparaciones, pero la “destrucción creativa” de Schumpeter no saldrá de una máquina sino de un innovador. No imagino tampoco un algoritmo escribiendo aquel verso de Homero Manzi: “Cansa tanto escuchar ese rumor de la lluvia sutil que llora el tiempo sobre aquello que quiso el corazón”. Como dice mi amigo Álvaro Ahunchain, la metáfora está siempre más allá.

Julio María Sanguinetti fue presidente de Uruguay en dos períodos: 1985-1990 y 1995-2000

Artículo publicado por el diario La Nación de Argentina


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