Pasados casi dos siglos desde la publicación de Les Fleurs du mal, no hay duda que Charles Baudelaire fue el más grande poeta francés del XIX, así Victor Hugo le haya opacado, con su prestigio, en buena parte del siglo XX. Hoy estamos más cerca de las excelsitudes estilísticas y la compleja sensibilidad de Baudelaire, de sus temas estrictamente modernos tallados con maestría, ceñidos a las estructuras clásicas o violentando el alejandrino, que de la pomposa, liberal y romántica poesía de Victor Hugo en La Légende des siècles, donde sintetiza la historia del mundo mientras «L’homme montant des ténèbres à l’Idéal», desde las penurias y el sufrimiento del pasado, hacia el progreso y la lucidez que conduciría a las más atroces carnicerías del siglo XX.

Les Fleurs du mal, su libro de poemas líricos más conocido atestigua la cambiante naturaleza del concepto de belleza en el Paris de la consolidación del capitalismo, y sus prosas, llamadas poéticas, cambiaron los estilos de los grandes poetas de la modernidad: Verlaine, Rimbaud, y Mallarmé, retratando la vida de las metrópolis como una mera experiencia fugaz y precaria de la existencia, tal cual hoy vivimos y aceptamos. Baudelaire es, así, una de las grandes figuras literarias de la historia de occidente.

Hijo de un anciano que descendía de carpinteros y viticultores que había casado con una joven 34 años menor que él, su único y huérfano hijo nacería en Paris el 9 de abril de 1821, dejándole una respetable fortuna como herencia, que vigilada por variados comisarios controlarían su hacienda de por vida, sumando a esa desgracia, el segundo matrimonio de su madre con un militar y embajador con el cual nunca pudo entenderse. Las limitaciones económicas, la neurosis y complejas emociones amorosas y sociales definirían el curso de su obra, y aun cuando desde el bachillerato mostró interés en hacerse escritor y poeta, su aparición en la escena literaria de mediados del siglo XIX en la revuelta de 1848, la Segunda República y Napoleón III fue lenta, compleja y matizada por la censura de su poesía.

Edición de Las flores del mal

 

Comenzó a frecuentar los círculos literarios en el Barrio Latino, cuando ingresó a la facultad de derecho en 1840, en compañía de un grupo de jóvenes poetas donde hizo conocer sus primeras flores del mal. Y gozó de la amistad de Hugo, Gautier, Nerval, Balzac o Sainte-Beuve, que nunca le elogió por considerarlo “amoral”, [era senador y como crítico estaba al servicio del régimen de Napoleón III], pero fue de los pocos que le visitaron en la clínica donde murió en brazos de su madre.

Dedicado a la bohemia y a malgastar su dinero en casas de mala reputación, habiendo rechazado ingresar a la carrera diplomática, su padrastro le envió a Burdeos para que disipara su conducta en una travesía de 18 meses hasta los mares del sur y Calcuta. Pero al llegar a la isla de Mauricio interrumpió el viaje y regresó a Paris con dos de sus más conocidos poemas: À une dame créole y L’Albatros. El primero, para celebrar, a pedido de su marido, la belleza de la esposa de un abogado nativo, dueño de plantaciones y vinculado a la política, donde el joven poeta permaneció en setiembre de 1841, y el otro, una alegoría de los poetas como seres desamparados ante el tumulto del mundo moderno:

Hommage à Delacroix de Henri Fantin-Latour Duranty, Fantin-Latour, Champfleury, Charles Baudelaire. De pie Cordier, Legros, McNeill Whistler, Manet, Bracquemond y Balleroy. (1)

 

Se divierten a veces los rudos marineros

cazando los albatros, grandes aves del mar,

que siguen a las naves —errantes compañeros—

sobre el amargo abismo volando sin cesar.

Torpes y avergonzados, tendidos en el puente,

los reyes, antes libres, de la azul extensión

sus grandes alas blancas arrastran tristemente

como dos remos rotos sobre la embarcación.

Aquel viajero alado, ¡cuán triste y vacilante!

Él antes tan hermoso, ¡cuán grotesco y vulgar!

Uno el pico le quema con su pipa humeante;

otro imita, arrastrándose, su manera de andar.

Se asemeja el Poeta a este rey de la altura

que reta al arco y vence las tormentas del mar:

¡desterrado en la tierra, burlado en su amargura.

¡Sus alas de gigante le impiden caminar!

 

Una década más tarde y sin haber publicado un libro, gracias a su convincente personalidad y capacidad para impresionar mediante el cultivo deliberado de una imagen fatigada por historias excéntricas, gozaba ya de cierto prestigio como poeta. Ernest Prarond le recuerda declamando uno de sus poemas donde un hombre es testigo de la violación de su amante por todo un ejército.

Pero fueron las ideas expuestas en sus criticas de arte las que cimentaron sus puntos de vista de lo que hoy concebimos como modernidad. Uno de sus ensayos sobre el salón de artistas de 1845 desarrolla la idea de que el heroísmo existe también en la vida cotidiana. O su concepción del arte como un ideal supremo: “L’art est un bien infiniment précieux, un breuvage rafraîchissant et réchauffant, qui rétablit l’estomac et l’esprit dans l’équilibre naturel de l’idéal”. Un ideal que descansa en lo real, el vientre y las bebidas. “Ainsi l’idéal n’est pas cette eligió vague, ce rêve ennuyeux et impalpable qui nage au plafond des académies; un idéal, c’est l’individu redressé par l’individu, reconstruit et rendu par le pinceau ou le ciseau à l’éclatante vérité de son harmonie native.” No un sueño vago e intangible, sino un ser real, un individuo rescatado por el pincel o las tijeras del artista. Un arte que contenga lo absoluto y lo particular, lo eterno y lo transitorio, todo aquello que represente la vida moderna, el espectáculo que ofrecen miles de existencias que aparecen en las calles de las ciudades, la vida elegante, los criminales, las sirvientas, que nos empujan a abrir bien los ojos y ver que la vida aquí y ahora es heroísmo.

Entonces se transformó en un dandi, una suerte de punk de entonces, cambiando sus apellidos, los vestidos, los cortes de cabello, unas veces con mechones sueltos y otras rapado a ras de piel, echándose una amante mulata, contrayendo gonorreas y sífilis, las pestes que le llevaron a la tumba. Sin excluir un intento de suicidio a mediados de 1845 y los constantes cambios de hotel para huir de los acreedores y sumergirse en el fango sórdido del Paris que circula en sus poemas. Actitudes que le acercaron a los revolucionarios de 1848, cuando estuvo en las barricadas y elogió algunas de las canciones que celebraban la clase obrera. El 9 de abril de 1851, al cumplir treinta años, aparecieron en un diario bajo el titulo Les Limbes, once de los poemas que harían parte de Les Fleurs du mal, y un año más tarde, el estudio que hizo sobre Edgar Allan Poe, sa vie et ses ouvrages.

La edición príncipe de Les Fleurs du mal es de junio de 1857. Los asuntos de sus poemas fueron de inmediato considerados escandalosos: el sexo, la muerte, el lesbianismo, el amor sagrado y el amor profano, la metamorfosis, la melancolía, la corrupción citadina, la pérdida de la inocencia, la opresión de estar vivos y el vino, usando de una imaginería sensual de olores y fragancias que evocan los sentidos de nostalgia y vida íntima.

Baudelaire se instaló cerca de la imprenta de Michel Lévy para supervisar hasta la última coma, quien terminó arruinado y preso por deudas y fue uno de los amigos que le acompañaron sus últimos días en Bruselas. Al mes de estar en venta, la Seguridad Pública del Ministerio del Interior francés produjo un informe donde acusaba al autor y los editores de despreciar las leyes que protegían la religión y la moral. 13 fueron los poemas así calificados. Baudelaire decidió enviar en su defensa, como declarante, aparte de su abogado, a una de las mujeres que habían inspirado algunos de los poemas eróticos del libro, Aglaé Sabatier, alias La Presidente, damisela que carecía de influencias políticas y de dudosa posición social, pretendiendo proteger a Baudelaire afirmando, que lejos de aceptar los vicios de que hablaban los poemas, eran expuestos como actos repulsivos y por tanto condenables, y que puestos en contexto, junto al resto de los poemas, revelaban una catadura moral.

El abogado sostuvo que Musset o Balzac habían publicado contenidos más escandalosos, excusa que no fue aceptada porque, que otros lo hubiesen hecho, no era excusa. Seis poemas fueron convictos y multados, de tal manera, que sólo después de la Segunda Guerra Mundial, en mayo de 1939, se eliminó la prohibición legal de imprimirlos. Suprimidos los poemas y reimpresa la edición, el libro comenzó a venderse como pan caliente. Desde entonces Baudelaire entró a gozar del calificativo de Poète Maudit. Emile Dechamps, inventor del romanticismo, publicó un poema para elogiarle. Flaubert dijo que Baudelaire había encontrado la manera de inyectar nueva vida al romanticismo, que su poesía no se parecía a ninguna otra, que era tan durable como el mármol y tan penetrante como la calina inglesa. Para Hugo, los poemas eran radiantes y deslumbrantes, pero para Benjamin, bien entrado el siglo XX, en sus poemas el cielo está vacío, moribundo por la fosforescencia de la urbe. Y para Eliot, dos versos de Les Sept Vieillards: “fourmillante cité, cité pleine de rêves / Ou le spectre en plein jour raccroche le passant”, donde en la metrópoli los transeúntes son atrapados por fantasmas espectrales, crearon el arquetipo de la modernidad. Los seres humanos como flâneurs, meros errabundos y espectadores de las grandes avenidas.

Charles Asselineau, que escribió la primera biografía sobre Baudelaire, defendiendo su memoria de las consejas que le atormentaron en vida, fue, sin embargo y precisamente al refutarlas, quien contribuyó a perfeccionar su imagen de poeta maldito. En una de sus cartas a Asselineau, dice Baudelaire que en un sueño se pasea solo buscando una casa de prostitución donde debe entregar uno de sus libros. Es un texto obsceno que le permitirá fornicar con alguna de las meretrices del plantel, pero tan pronto ha entrado, se da cuenta que su instrumento cuelga fuera de la bragueta y juzga indecente presentarse, siente que tiene los pies húmedos pues ha pisado, descalzo, un charco, decidiendo lavarlos antes del fornicio y a partir de ese momento ya nada tiene que ver ni con el libro ni con la muchacha. Otros sostienen que llegaba a excentricidades como sostener que unos pantalones para montar a caballo eran hechos con piel humana, o era capaz de decir a alguien, delante de otros, si no sería buena idea que ingresara junto a él en una bañera tibia y llena de jabones perfumados. Quizás por ello consideraba que el lector es tan tartufo como el autor: “—Hypocrite lecteur, —mon semblable,—mon frère!”

Lo cierto es que, si fue considerado por sus contemporáneos un poeta del tedio, la vida sórdida y la sensualidad indebida, en sus textos hay una variedad de temas ligados a otras variantes y perspectivas. El conjunto de sus versos está dominado por un sentido católico de la culpa y el pecado donde el poeta es visto como un perverso cenobita atrapado en la odiosa tumba de su alma, cuya redención parece inalcanzable. Otros, son eco de la futilidad de la existencia y siempre concluyen que no hay esperanza posible.  Para Baudelaire, la belleza y el amor conducen al pecado. La belleza, que tiene existencia propia, es un fenómeno terrible y sin vida, que hace del poeta un siervo encadenado a su ídolo. La belleza tiene una mirada infernal y divina y el poeta queda tan atado a ella ignorando si proviene del paraíso, el averno o ambos.

¿Qué importa así del cielo vengas o del infierno,

Belleza, monstruo enorme, ingenuo y atrevido,

si tu mirar, tu pie, tu faz me abren la puerta

de un Infinito que amo y nunca he conocido?

De Satán o de Dios, ¿qué importa? Ángel, Sirena,

¿qué importa, si me vuelves, —¡hada de ojos sedantes,

 ritmo, perfume, luz, ¡oh tú, mi única reina! —

menos odioso el mundo, más cortos los instantes?

La pasión y el erotismo, por el contrario, no son fenómenos abstractos. Baudelaire escribe poemas para celebrar o lamentar sus relaciones con varias de sus queridas. A Jeane Duval, que vivió con él dos décadas, la llamó la “amante de las amantes” y su “Venus Noir”. «Le balcon», «Parfum exotique» «La chevelure», «Sed no satiata» «Le serpent qui danse» y «Une charogne» son algunos de los poemas que le dedicó. Duval fue para Baudelaire el símbolo de la belleza peligrosa, la sexualidad y el misterio femeninos. Nacida en Haití en los años veinte de su siglo, era nieta de una esclava cazada en Guinea y fue enviada a Paris siendo muy joven para trabajar en un burdel, haciendo también pequeños papeles de actriz en casas del Barrio Latino, donde conoció al fotógrafo Nadal, que la hizo su querida. Nadal, que hizo numerosos fotos de ambos, la introdujo al poeta. Se cree que sus padres eran caucásicos. Murió ciega, paralizada por la sífilis.

Otro tanto con Mariette, la criada de su madre que le brindó el cariño que ella le negó. En su diario, Baudelaire reza por el descanso de su alma, o le pide, que mas allá de la muerte, le de fuerzas para llevar a cabo su obra. La servante au grand cœur…es un conmovedor poema donde contrasta la imagen sencilla y cariñosa de esta mujer con la de su madre. Sara, apodada la louche por su estrabismo, le inició en el negocio de la carne y le contagió de blenorragia. Aglaé Savatier, La Presidente, fue otro de sus amores intensos y secretos. Hija de una lavandera y padre desconocido, fue inicialmente extra de la ópera, donde conoció a un rico que la hizo su amante y la llevó a vivir en el elegante distrito noveno de Paris, donde agasajaba a artistas y escritores como Théophile Gautier, Maxime Du Camp, Ernest Feydeau o Flaubert. Baudelaire estuvo perdidamente enamorado de ella y durante un lustro le escribió y envió poemas de forma anónima, ardientes de sensualidad y misticismo.

Tras haber revolucionado la lírica de su tiempo, Baudelaire se empeñó en la creación de un lenguaje nuevo, los “petits poèmes en prose” que enunciaran los cambios de las metrópolis del capitalismo, que como pozos infectos crecían y crecían en todos los continentes. Le Spleen de Paris fue resultado de ese esfuerzo, rompiendo las formas tradicionales del discurso y la sintaxis de la prosa, anunciando las liberaciones narrativas de Proust y Joyce, mientras cuestionaba los mitos nacidos en las revoluciones “proletarias” decimonónicas, con sus mitos de igualdad, libertad y fraternidad. Unas democracias hechas a la medida de quien ejerce el poder de someter al resto.

A la montaña he subido, dichoso el corazón.

Desde allí, enteramente, puede verse la ciudad:

purgatorio, lupanares, infierno, hospitales, prisión.

Agobiado por la pobreza, las enfermedades, el láudano, con catadura de anciano, pensando que podía vender algunas de sus obras y cobrar por variadas conferencias, Baudelaire dejó Paris hacia Bélgica en 1864. Se guareció durante dos años en el Hotel du Grand Miroir, donde permaneció, sobrellevando una estancia miserable. Hundido en el opio y el alcohol, durante una visita a la casa del grabador Félicien Rops sufrió un colapso, agravado por la sífilis. Fue internado en varias clínicas hasta donde llegó su madre, que al verle imposibilitado de hablar le llevó a Paris, a un sanatorio que curaba con tratamientos hídricos, donde murió el 31 de agosto de 1867. Allí le visitaron Sainte-Beuve, Nadar y Manet, cuyas esposas interpretaron al piano fragmentos del Tannhäuser, de Wagner, a quien tanto admiraba. Pasó 17 meses sin poder hablar, en un estado afásico que le permitía entender qué ocurría, pero no podía expresarse.

Se cree que la hemorragia cerebral que le mató fue producida por la infección, otra de la pestes de la carne.

Así le retrató Guillermo Valencia:

De Lucifer, un lampo sobre tu sien destella

y en tu lira de oro gime un Edén perdido;

las pomas exprimiste del árbol maldecido     

y el beso de Caín tu heroico labio sella.

Del exótico Oriente se delata la huella

en el ámbar y el sándalo de tu verso fluido;

en las hupas monstruosas de tu amor dolorido;

en tus pomas letales y en tu mágica estrella.

Al litúrgico acento de tu voz, un perfume

y un fuego primordial nos embriaga y consume,

en el dolor votivo, como a sutil incienso.

Y artífice sin par de la férvida Europa,

tiendes eternamente tu burilada copa

a la sed de belleza y a su anhelar inmenso.

 


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