Solo pensar en la apertura que ha tenido Colombia con el drama venezolano actual nos hace cavilarsobre lo muy valiosa y providencial que ha sido la binacionalidad para ambos lados de una frontera que nos divide, pero que no nos separa.

A la apertura que prodigamos durante muchos años en el siglo pasado a los colombianos de todas proveniencias, quienes se insertaron en nuestro entorno, nos enriquecieron con su cultura y parieron millones de hijos que son hoy venezolanos, se ha venido a sumar la generosidad de la acogida que nos están ofreciendo en estas malas horas a centenares de miles de los nuestros que escapan hambreados física y moralmente del desastre venezolano. Una cosa es la dadivosa bienvenida que han ofrecido las pequeñas y grandes poblaciones –sobran los ejemplos y las experiencias espinosas no cuentan– y otra es la posición política asumida por sus líderes regionales y nacionales para librar ellos la gesta de nuestro retorno a la democracia.

En esta pasada semana dos hechos nos dieron muestra de cómo se la está jugando la dirigencia del país colombiano para dejar claro que lo más importante del momento venezolano no es ese éxodo monumental que les complica la existencia a toda una nación que afronta otras muchas serias prioridades, sino su lucha en favor de los derechos humanos y de la constitucionalidad.

Álvaro Uribe, en Madrid y frente a un muy destacado auditorio, dedicó al menos un tercio de una importante exposición que realizó sobre la dinámica colombiana de hoy a tratar las vicisitudes venezolanas. Hizo gala de una novedosa posición en torno a la necesidad de intervención de terceros países para librar a sus vecinos del yugo del totalitarismo. En ningún momento adujo solo razones de índole humanitaria –que per se serían más que suficientes– para exigir una acción colectiva del continente. El ex presidente validó, sin ambages, la necesidad de una “intervención conjunta”, sin mencionar que ella debería tener una arista militar, porque tal acción tendría, según él, como justificación única, el rescate de los valores y de un gobierno democrático para el país. A las muchas tareas por acometer con urgencia de parte del gobierno de Iván Duque, se anteponía la de la batalla por la reinstitucionalidad en Venezuela.

También fue ejemplar la pasada semana el comportamiento de la delegación de Colombia en la 49 Asamblea General de la OEA que tuvo lugar en Medellín. Allí fue el presidente del magno encuentro, el canciller Carlos Holmes Trujillo, quien en nombre de su país guió los pasos del encuentro para producir una decisión en la que se insta al continente entero y a las ONG a prestar su ayuda para paliar a la crisis de Venezuela.

De Trujillo fue la iniciativa de hacer reconocer a Gustavo Tarre como embajador del presidente encargado de Venezuela, Juan Guaidó y le correspondió, igualmente, reclamar a Nicolás Maduro la aceptación de la ayuda humanitaria y formular la exigencia de celebrar elecciones vigiladas por entes extranjeros calificados.

Pero lo más destacado de la posición asumida por Colombia en la augusta asamblea, y de cara a la situación de Venezuela, fue el privilegiar en sus intervenciones lo que es más trascendente de nuestra situación. Ello no es fácil de aceptar para el resto del hemisferio. El drama humano que se expresa en la depauperación de una colectividad, unido al colosal problema del éxodo migratorio que enfrenta Colombia, no pasó por delante de lo que es esencial hoy, que es devolverle a Venezuela un futuro promisorio en libertad.

Es esa justeza en el manejo de la desgracia conjunta lo que hace grandes a nuestros vecinos. Lo propio es reconocerlo. No existen palabras ni para destacar suficientemente su equilibrio de criterio ni para enorgullecernos de la batalla que han decidido librar a nuestro lado por el bienestar primero nuestro, y después, el de la tierra neogranadina.


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