Las sociedades civiles y su disposición permanente a exaltar los valores de la civilidad; digamos: las vinculaciones respetuosas entre los ciudadanos, han sido las que más alcanzan estadios de desarrollo a lo largo de la humanidad.

Se ha admitido, con legítima razón, que nace la civilidad, como elemento natural, en el preciso instante cuando se teje un trato armonioso entre las personas, cuya interacción es de convivencia, sensibilidades compartidas y consideraciones mutuas.

Insistimos en señalar que las sociedades civiles y civilistas inducen, sistemáticamente, los apropiados comportamientos de los ciudadanos, para que se sancionen, promulguen e internalicen las leyes y demás obligaciones; con lo cual cooperan al cabal, idóneo y eficiente funcionamiento de la propia sociedad, en tanto cuerpo social, de primerísima importancia.

Las sociedades avanzan o retrogradan, según como piensen los ciudadanos que la componen.

Hoy, cuando en el mundo entero se reconocen y constitucionalizan los derechos humanos, como prerrogativas y principios de aceptación universal de las personas; y que además garantizan jurídicamente su dignidad en la dimensión individual, social, material y espiritual frente al Estado; a quién se le antojaría desempolvar las ideas de Hobbes, por allá por el siglo XVII, quien sostenía que la soberanía de los seres humanos, por no alcanzar nunca la suficiente madurez, estaban obligados a delegarla indefinidamente en un ente jurídico-político llamado Estado; para que el Estado tutelara (controlara) los comportamientos sociales, y “evitara” que “el hombre sea el lobo del hombre”.

Nada más y nada menos que, por esa vía, conculcar los libres desenvolvimientos de los ciudadanos. Meter a la sociedad civil, civilista en los rediles de entes militaristas.

La significación de la militarización se reduce simplemente a control absoluto de todo. Un régimen militarista siempre ha demostrado su violencia política, ejercida en nombre del Estado contra la población civil, a través de las fuerzas encargadas de salvaguardar la seguridad y el orden.

Suficientemente, se ha patentizado la ineficacia de las políticas públicas, asentadas en odiosos militarismos, que intentan programas de seguridad estatal; cuyos nefastos resultados, por el uso de la fuerza, solo desencadenan en más violencia.

Los militarismos también llevan aparejados focos de corruptelas para los innecesarios armamentismos; cuyo artificio estriba en una supuesta defensa de los asuntos del Estado, frente a un enemigo ficcionado, inexistente.

Por la vía anteriormente descrita, un régimen militarista desvía cuantiosos recursos del erario nacional para apertrechar sus componentes. Recursos que muy bien pudieran destinarse a programas de ciencia y tecnología; a reforzar los planes de las instituciones de investigaciones de microbiología, de indagaciones moleculares, farmacológicas; para conferirle sostenibilidad financiera a  las Universidades, a sus laboratorios donde se generan conocimientos y soluciones a los problemas vitales de la sociedad.

Jamás una sociedad cuya esencia se construya con civilidad debe aceptar la irrupción de sesgos militaristas que corroen y perturban.

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