En cumplimiento de una resolución del Consejo de Derechos Humanos, Michelle Bachelet, alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, acaba de presentar un nuevo informe sobre la situación de los derechos humanos en Venezuela, esta vez con especial referencia a la independencia del sistema de justicia, el acceso a la justicia, la violación de los derechos económicos y sociales, y la situación de los derechos humanos en la región del Arco Minero del Orinoco. Previamente, se había presentado un informe sobre la situación general de los derechos humanos en el país. Comentaré brevemente dicho informe, en lo que se refiere a la administración de justicia en Venezuela.

Para realizar este informe, la Oficina de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos se valió de información procedente tanto de fuentes oficiales como de entrevistas con víctimas, testigos y organizaciones de la sociedad civil, la cual fue debidamente cotejada, para evaluar su credibilidad y fiabilidad. No hay, en dicho informe, ni adjetivos ni descalificaciones; simplemente, hay una lista demoledora de hechos irrebatibles.

El informe de Bachelet reitera su preocupación por la falta de independencia del Poder Judicial, subrayando la violación de estándares internacionales y del Derecho interno venezolano. Entre otras cosas, a la alta Comisionada le preocupa la inseguridad en la titularidad de los jueces, así como la inexistencia de procesos transparentes para su designación o su remoción, quedando expuestos a la injerencia de sus superiores y de fuentes ajenas al Poder Judicial. Según la alta comisionada, los magistrados del TSJ tienen control de las decisiones de los tribunales inferiores en todo el país, sobre todo, en el ámbito del Derecho Penal. Por temor a ser despedidos o a ser objeto de represalias, en casos de relevancia política, antes de tomar una decisión, los jueces esperan recibir instrucciones del TSJ. Veinte años después de aprobada la Constitución de Venezuela, la Comisión Judicial del TSJ ha continuado destituyendo a jueces, por razones políticas, basándose en un decreto pre constitucional dictado por la Asamblea Nacional Constituyente de esa época. Tales circunstancias merman la capacidad del Poder Judicial para controlar el ejercicio del poder público y velar por el respeto de los derechos humanos.

El último informe de Bachelet recuerda que la composición actual del TSJ es el producto de un fraude, y que la mayoría de los elegidos no reunía los requisitos para tan altos cargos. Ese es el TSJ que ha anulado los poderes de la Asamblea Nacional, declarándola en desacato (porque, obviamente, no acata las decisiones provenientes del Palacio de Miraflores), invalidando sus sentencias, retirando la inmunidad a un grupo numeroso de diputados, y proclamando como presidente de la misma a un personaje que no vale la pena mencionar.

Ese mismo TSJ es el que ha designado a los miembros del CNE, eligiendo incluso a su presidente, y dándole atribuciones legislativas. Es el mismo TSJ que ha sustituido a las directivas de los partidos políticos de oposición por otras más serviles a los intereses del oficialismo; sólo ha faltado que digan quiénes serán los candidatos de la oposición en las próximas elecciones legislativas, y que hagan público, desde ya, el resultado final de esas elecciones. Pero ya habrá tiempo para eso.

Otro motivo de preocupación de la alta comisionada es el uso de la jurisdicción militar para juzgar a civiles, y para enviar a prisión a quienes, en ejercicio de su libertad de expresión, se han atrevido a criticar duramente a quienes comandan las fuerzas armadas, con el pretexto de que, con ello, se está injuriando a la institución. Preocupa, igualmente, la existencia de tribunales con competencia en materia de “terrorismo”, que no han sido establecidos mediante una ley, sino mediante un memorándum interno del TSJ, y que operan sin ofrecer las garantías del debido proceso.

Mientras tanto, cuerpos de seguridad, bandas criminales y grupos armados campean por sus fueros, con la certeza de que gozan de la más absoluta impunidad para asesinar y torturar, para saquear el tesoro público, o para traficar con el oro y otros recursos minerales extraídos de la zona del Arco Minero del Orinoco. Los familiares de las víctimas de algunas de estas atrocidades denunciaron haber sido objeto de intimidaciones, amenazas y represalias por parte de las fuerzas de seguridad, incluyendo el asesinato de algún miembro de su familia, con el objeto de desalentarlos, o impedirles buscar justicia. De haberlo logrado, tampoco es que se iba a identificar y castigar a los responsables de esos hechos, pues sus denuncias habrían sido desestimadas, o habrían sido objeto de investigaciones interminables, con pruebas manipuladas que garantizarían la impunidad de sus autores. El informe se refiere a casos documentados de desapariciones forzadas, ante los que, como era de suponer, los tribunales no han actuado con la debida diligencia.

Lo que describe la alta comisionada no es el sistema de justicia de un país civilizado, sino de jueces y tribunales al servicio de quienes se han adueñado del poder, con el encargo de perseguir y amedrentar a los adversarios políticos de un régimen corrompido y tiránico. Es, si se quiere, la administración de justicia en manos de unos bandidos; pero con la salvedad de que incluso los bandidos tienen algún sentido del honor.

 


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