La Prensa/Cruz Flores

En un par de semanas se van a cumplir 42 años de la revolución popular que derrocó al dictador nicaragüense Anastasio Somoza, heredero de una familia de dictadores, que se había hecho con el poder en 1937. A Anastasio Somoza le correspondió estar al frente de esa tiranía desde 1967 hasta el 19 de julio de 1979, cuando fue derrocado por el Frente Sandinista de Liberación Nacional, uno de cuyos líderes era Daniel Ortega. Desde ese acontecimiento, que muchos vieron con esperanza, actuando primero como coordinador de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional y luego como presidente de Nicaragua, Daniel Ortega se mantuvo en el poder hasta 1990, cuando fue derrotado en comicios electorales por Violeta Chamorro. Tras tres derrotas electorales sucesivas y diecisiete años en la oposición, Ortega volvió a ganar las elecciones presidenciales de 2006. Desde entonces, repitiendo el mismo libreto de otros autócratas, con un TSJ complaciente, modificó la Constitución para poder ser reelecto -primero por un sólo período, y luego indefinidamente-, convirtiéndose en la persona que ha estado más tiempo en la presidencia de Nicaragua; para ello, tampoco tuvo escrúpulos en negociar la libertad del expresidente Arnoldo Alemán -un antiguo somocista, condenado por varios casos de corrupción durante su presidencia-, a cambio de reducir el porcentaje de votos necesarios para ganar en primera vuelta. Pero Ortega ya no es el líder revolucionario que alguna vez despertó pasiones, y ya no hay nada que lo distinga del tirano cruel y sanguinario al que ayudó a derrocar.

Con los años, aun desde antes de regresar a la presidencia de la república, Ortega se convirtió en un personaje patético y despreciable, que vive cómodamente, rodeado de matones y guardaespaldas, en medio de un pueblo miserable. En 1998, una de sus víctimas, su hijastra, Zoilamérica Narváez, denunció a Daniel Ortega ante los tribunales nicaragüenses -e incluso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos-, por abusar sexualmente de ella desde que apenas tenía once años de edad, lo que siguió haciendo por casi veinte años. En 2013, después de recuperar su apellido Narváez, ante el acoso y la persecución de Ortega y su mujer (a quien el primero, en otra violación de la Constitución, nombró vicepresidente de la República), Zoilamérica debió buscar refugio en Costa Rica.

Muchos de los sandinistas que alguna vez fueron los compañeros de ruta de Daniel Ortega, como Sergio Ramírez o Gioconda Belli, se han distanciado de él y están en el exilio. Otros, como Dora Téllez, Hugo Tinoco, y el general Hugo Torres (el mismo que, en 1974, rescató de la cárcel a Daniel Ortega), no han tenido la misma suerte, y hoy están en prisión. El compositor musical Carlos Mejía Godoy, autor de muchas de las canciones asociadas a la lucha contra la tiranía somocista (de una de las cuales tomo prestado el título de esta columna), hace ya décadas que abandonó las filas del FSLN, y ha pedido repetidamente a Ortega y sus secuaces que dejen de usar su música en sus actos políticos. ¡Ortega ya no los representa!

En un pequeño país empobrecido por la corrupción y la incompetencia, la represión de las protestas sociales y estudiantiles de 2018 dejó 328 muertos, y condujo al exilio a cerca de 200.000 nicaragüenses, la mitad de los cuales están ahora en Costa Rica. Estudiantes -y ancianos que reclamaban por sus pensiones- fueron víctimas de la violencia de bandas armadas al servicio del régimen. Los hospitales tenían orden de no atender a las víctimas de la represión. Copiando el modelo de la lista Tascón, a miles de estudiantes que participaron en esas protestas les destruyeron sus expedientes académicos, les cerraron las puertas del ya deprimido mercado laboral, o los empujaron al campo. Debido al temor que generó ese levantamiento popular, la dictadura intensificó la represión y la labor de los comités de vigilancia vecinal, convirtiendo a Nicaragua en un cuartel en el que nadie se atreve a hablar. Ahora, una ley, hecha a la medida de la dictadura, prohíbe “exaltar o aplaudir la imposición de sanciones” contra Nicaragua.

En noviembre próximo (coincidiendo con la convocatoria a elecciones regionales en otra satrapía de este sufrido continente), se supone que Nicaragua tendrá elecciones presidenciales o, por lo menos, la parodia de una elección presidencial, en donde el único candidato que puede postularse y participar con libertad es Daniel Ortega. Por el momento, otros cinco candidatos presidenciales se encuentran en prisión o con arresto domiciliario, incluyendo a Cristiana Chamorro, que era la favorita, según las encuestas. ¡A ver quién se atreve a competir con Ortega! El lector podrá imaginar la transparencia de esas elecciones y el triste destino que les espera a los nicaragüenses. Si nosotros tuviéramos algo mejor que ofrecer, podríamos compadecernos y decir: ¡Pobre Nicaragua! Pero nuestra propia tragedia no es un asunto menor, y sólo tenemos derecho a sentir lástima por nosotros mismos.


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