Las dos figuras emblemáticas que marcaron la historia moderna de la América española luego de su Independencia de la corona fueron sendos fracasados. Y con la pesadumbre del fracaso a sus espaldas terminaron sus vidas reconociendo, en la trágica hondura de su miseria terminal, sus resonantes derrotas: Simón Bolívar y Ernesto Guevara. Bolívar, enfermo, pobre y marginado del poder que persiguió con delirante insistencia, fue al encuentro de la muerte tras mil batallas, con una camisa prestada y en casa ajena, en Santa Marta, Colombia, a los 48 años. Ernesto Guevara, andrajoso, asmático, sucio y descalabrado, abaleado como un perro sarnoso en una escuelita de Ñancahuazú, perdido en la selva boliviana, a sus 39 años.

Es palpable demostración de la incapacidad histórica de los latinoamericanos para actuar unidos y avanzar al ritmo del tiempo, con la debida y necesaria pujanza de la modernidad acechante, que ambos epitomes del fracaso ancestral que nos lastra, aquellos que aún viven de sus glorias hayan insistido en reencontrarlos. De la mano de las retardatarias y corruptas fuerzas armadas venezolanas, narcotraficantes, incultas y brutales, pero sobre todo incapaces de alcanzar y mantenerse a la altura de su héroe emblemático, la izquierda socialista y reaccionaria inspirada por un terrateniente cubano autocrático y tiránico lo haya sacado de su mausoleo para servir de comparsa al alergólogo rosarino.

No ha sido óbice para que los administradores de la tiranía cubana: Fidel, Piñeiro, Raúl Castro y quienes les han servido de comparsas en la izquierda regional pusieran la imagen del aristócrata venezolano de mascarón de proa de sus últimos intentos por unir fuerzas y tratar de enfrentarse y derrotar a Estados Unidos, su enemigo proverbial. No cosecharían otra cosa que una aplastante derrota, si bien recompensada con la parálisis de las democracias regionales, todavía hoy incapaces de comprender que no existe otra alternativa ideológica y política para nuestra región que el liberalismo. Y las medidas concomitantes: apartar el socialismo estatizante como el hábito perverso de las élites y apostar al individualismo creador como instancia de modernización de nuestras sociedades.

Venezuela, que bien hubiera podido ser la punta de lanza modernizadora del Caribe y América Latina a finales de la Segunda Guerra Mundial, apostó por la socialdemocracia. Y aliada al socialcristianismo, fortaleció la tradición de la estatolatría hegemónica apostando todas sus fuerzas al manejo de la industria petrolera, eje y fuerza de mantenimiento material del sistema de dominación. Tal como quedó debidamente estudiado y formulado en la magna obra de Rómulo Betancourt, Venezuela, política y petróleo. La falencia de fuerzas sociales y políticas liberalizadoras dejó el lamentable saldo del fortalecimiento de la tradición estatista. Siempre a la sombra de la amenaza del castro comunismo cubano. Es la tragedia que acompañó al surgimiento y desarrollo de la posteriormente bautizada por el chavismo como “cuarta república”. No haber comprendido que debía privatizarse Pdvsa y apostar al desarrollo de la empresa privada y al desarrollo de un empresariado modernizante, como sustento del desarrollo nacional. De haber podido ser el motor del desarrollo, Pdvsa se convirtió en la justificación de la parálisis empresarial y la carencia de factores productivos verdaderamente capaces de responder a nuestros desafíos.

La crisis terminal a la que hemos llegado llevados por el chavismo, aunque propicia a una acción modernizadora, no encuentra los agentes del cambio. Los partidos tradicionales han desaparecido arrasados por la crisis. Y los nuevos actores políticos no parecen capacitados ni decididos a dar el gran salto adelante. Estamos sumidos en un auténtico marasmo. De allí el statu quo en que se ha estancado nuestra vida política. Y la aberrante bicefalia de  los factores de poder.

Mientras no emerjan con renovadas fuerzas los eventuales actores de una renovación política, seguiremos paralizados a la sombra del castro comunismo militarista reinante. No comprenderlo: he allí la causa de la tragedia que vivimos.


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